Anduve errante, como un maletilla, hasta que lo encontré en la parte de atrás, delante de aquellos muros y paredes que sostenían los tejados, alguno en ruinas, de las cuadras y los pajares. Al fondo, se veía la silueta de un monte con su cumbre pelada; a media distancia, sobresalía la torre de la iglesia; y más cerca, casi imponentes, se levantaban los restos de las murallas de un viejo castillo. Como este, pero no sobre roca, él se mantenía de pie en medio de un descampado, donde solo le acompañaban unos cuantos cardos borriqueros: todos llenos de pinchos, los unos verdes y los otros rendidos a la sequía. Frente a mí, ya estaba cuadrado, con las patas delanteras trabadas, la cabeza alta y las orejas empinadas, como un toro bravo que amenaza embestir con sus astas en la hora de la verdad, de la muerte. Pero ni él me habló ni yo logré rebuznarle. De modo que, sin coger la distancia justa, no pude lidiarlo.