Suele decirse que en la vida es más difícil subir que descender. La experiencia me dice que bajar de un árbol puede ser tan dificultoso o más que subir a él. En efecto, me he bajado con temerosa y extrema torpeza de un árbol al que ni pude ni podré subirme por mí mismo, un árbol al que no trepé ni puedo trepar con mis solas fuerzas. ¿Que cómo ascendí, pues, la única vez que lo hice, hasta las primeras ramas del tronco? ¡Porque ella me tendió la mano! Estaba sentada en una de esas horquillas que forman dos ramas de grosor medio. Me estuvo viendo venir a lo largo de la vereda que desemboca en la misma base del tronco. Cuando llegué allí, la vi sonreír como una mujer sonríe a su amante extranjero: como de película, pensé. Miré hacia arriba y sentí la misma emoción que, cuando niño, visitaba el museo provincial de pintura y fijaba la mirada en lo alto de la escalinata que llevaba hasta al primer piso. En la enorme pared frontal, habían colgado un inmenso cuadro. La imponente figura central del lienzo resaltaba sobre un fondo gris azulado: amarrado a una de las ramas más bajas y perpendiculares de un viejo platanero, colgaba un columpio en cuyo asiento, hecho de madera negra, se sostenía en vuelo una hermosa dama. Mientras iba y venía en pendular balanceo, su alma me acogía al subir yo por los peldaños de aquel mármol blanquecino, que forraba la dentada y empinada escalinata por la que yo ascendía levantado por sus brazos coralinos y el impulso de los eólicos balanceos.