Vuelvo a traer hoy el asunto de la embestida independentista llevada a cabo por el nacionalismo catalanista. Pero lo haré de una forma que pueda estimular la reflexión sobre un posible paralelismo entre quienes defienden el diálogo como única vía de solución a eso que algunos llaman la aventura soberanista de Artur Mas y aquellos que en su día también abogaban por el diálogo como única forma de afrontar lo que se conoció como el plan de Ibarretxe. Como medio para alcanzar este objetivo, de reactivar el pensamiento ubicando el presente en el pasado inmediato, he traído el texto de una carta que envié a un periódico para comentar un artículo de Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón que se publicó en ese medio con fecha 2 de octubre del año 2002 y que estuvo dedicado al plan presentado por el entonces Lehendakari. En mi carta, que no fue publicada, dicho sea, escribí lo que sigue:
«El señor Herrero declara, al final de su artículo, que no sabe cuál es
el propósito del lehendakari, pero
ello no le parece obstáculo digno de tener en cuenta para fundamentar su
propuesta de diálogo y de negociación, esa que debería seguir quien se precie
de ser estadista español. ¿Por qué no es obstáculo? Porque según este académico
el verdadero diálogo exige el cumplimento de "la regla ignaciana":
"tomar en el mejor de los sentidos la proposición del otro" (en este
caso la de Ibarretxe) y hacerlo "cualquiera que sea su intención final".
En el fondo, no es preciso tener en cuenta la intención del hablante porque lo
que vale es creerse ignacianamente que el lehendakari
respeta la Constitución sólo porque así lo declara, aunque el resto de su plan
no lo evidencie. Desde luego, a mí no me cabe la menor duda de que estamos ante
la restauración de esa especie de fiducia semántica, teologización política del
principio de caridad lingüística, basada en una concepción naturalista del
lenguaje según la cual para aceptar la verdad de una proposición basta con que
esta sea proferida. Es por ello que, en una especie de magia fenomenológica,
debamos poner entre paréntesis todo lo demás, pues se trata sólo de tecnicismos
o nominalismos que en ningún caso nos deben llevar a vulnerar la regla de la
santa "pedagogía de la comprensión". Vamos que si el lehendakari ha declarado que su plan es
respetuoso con el procedimiento y con la sustancia de la Constitución, entonces
es que lo es, y si el contenido del plan lo desmiente, entonces hay que decir
que ese contenido nada tiene que ver ni con el procedimiento ni con la
sustancia de la democracia "pese a la misma Constitución".
No
deberíamos creer que esta posición teórica de Herrero de Miñón nace de un
idealismo ingenuo; antes bien, esta apariencia de ingenuidad no es sino barniz
dialógico para una teología política que tiene su fuente en el viejo realismo
político, que sólo en apariencia democrática tiene algo que ver con la defensa
de la Constitución. Es por ello que el autor del artículo justifica la
exigencia de una nueva "formula de autogobierno" en la "fuerza
normativa de los hechos" (claro, Herrero de Miñón se cuida muy mucho de
decir que la fuerza de los hechos procede de los asesinatos, de los secuestros
y de las extorsiones) y no en la fuerza normativa de la Constitución, porque
ello le obligaría a reconocer que las cuestiones relativas al poder judicial, a
la Seguridad Social y a la soberanía no son meras cuestiones técnicas o
nominales, sino consustancialmente constitucionales y no meramente asuntos de
Administración, pese a lo que astutamente digan los nuevos discursos
schmittianos bajo la etiqueta de "constitucionalismo útil".
Las
propuestas de más autogobierno se deben basar en el cumplimiento, en el
desarrollo y hasta en la reforma de la Constitución, pero no en la fuerza
normativa de los hechos que sólo lleva a la independencia estatal o a sus
eufemismos.»