¿Hay justicia más allá de la justicia?
(Tomás Valladolid Bueno. «Justicia más allá de la justicia», en Rev. Iglesia Viva, nº 247, julio-septiemb. 2011)
«Un filme del año 1999, titulado Huracán Carter,
dirigido por Norman Jewison y protagonizado por Denzel Washington, cuenta la
historia real de la injusticia cometida contra Rubin Carter, un boxeador
norteamericano que pasó cerca de veinte años en prisión acusado y sentenciado
por tres asesinatos que nunca cometió, algo que finalmente fue judicialmente
reconocido y que sirve para dar fin a la trama de la película.
En una de las escenas de la película se reproduce
una conversación mantenida entre Carter y sus abogados. Habían aparecido unas
nuevas pruebas que le exculpaban de la autoría de los asesinatos y gracias a
las cuales podría, al cabo, salir de la cárcel. El dilema era el siguiente: o presentar
la apelación, a la luz de las nuevas pruebas, ante los tribunales del estado de
New Jersey o hacerlo ante la Corte Federal. La corrección procesal obligaba a
seguir el camino de New Jersey, donde por dos ocasiones los recursos anteriores
de Carter habían sido desestimados, y en caso de que así volviese a ocurrir,
como era lo más fácil de prever, dirigirse entonces ante los tribunales
federales. Era el camino procesal que marcaba la ley, pero también era el
camino más largo, el que más tiempo llevaría para el restablecimiento de la
justicia, y precisamente esto era lo que, después de años de duro presidio, ya
no
tenía lugar en la vida de Carter: tiempo de esperan
za. De elegir el sendero
de New Jersey, entonces el
tiempo de la justicia habría acabado con la vida de
Carter
antes que llegase la justicia del tiempo. Pues la otra alternativa era
saltarse el procedimiento legal
establecido y dirigirse directamente a un
tribunal
federal y esperar, en una acto voluntarista de deseo
de justicia y de
optimismo antropológico, a que el
juez federal actuase en conciencia ante la
verdad
evidente que se le presentaba en su mesa: la injusticia cometida por la
justicia. Pero las probabilidades
de que un tribunal federal actuase saltándose
la ley de procedimiento judicial eran muy bajas, por lo que resultaba mayúsculo
el riesgo que se corría de que el caso fuese devuelto al tribunal confederal de
New Jersey, donde las nuevas pruebas perderían para siempre todo su valor, y
con él toda esperanza de libe- ración para Carter, pues ahora además ya no
podrían volver a recurrir ante un juzgado federal.
¿Qué decisión tomaron los abogados de Carter?
Finalmente, y felizmente de modo exitoso para él, se optó por la segunda
opción. ¿Cuál fue la razón de mayor peso que Carter hizo valer en aquella
conversación que mantuvo con sus representantes legales en la sala de visitas
de la prisión? En el momento más tenso de la entrevista entre los abogados y su
cliente, éste afirmó con toda rotundidad: “Si tenemos que transgredir la ley,
transgredamos la ley, pero sal- vemos la humanidad”. Como se ve, la víctima de
la injusticia no apeló en modo alguno a razones jurídicas ni legales. La
contestación del máximo afectado y afecto al caso nace de la terrible sensación
del quebrantamiento de la humanidad que hay en todo acto bárbaro de injusticia.
Dicha contestación pone sobre la balanza un hecho que no queremos ver las más
de las veces: la justicia convencional, sustentada en la óptica procedimental o
contractual, no es suficiente e incluso, a veces, muchas veces, es
contraproducente para la justicia misma. En ocasiones, ante el sentimiento
hondo de una humanidad quebrada, se precisa una decisión contraria a lo
convencional para poder salir de ese pozo ciego en el que nos hunde la justicia
normal. Los peligros graves de caer en un puro e irracional decisionismo, sin
más, no exoneran de la responsabilidad de pensar las condiciones de una
justicia más allá de la justicia, que lejos de ser contraria a la idea de
justicia democrática, contribuya a que ésta se desarrolle a pesar de las graves
deficiencias de una práctica aridamente procesal.
Claro que si en la víctima hay un sentimiento de
humanidad rota, una grave activación del sentido de injusticia clamando
justicia, también en los demás, que compasivamente la siguen en su trayecto de
injusticia, ha de darse como res- puesta un sentimiento de vergüenza por formar
parte de ese entramado contractual donde la justicia es la mayor injusticia.
Quienes no sufren directamente la injusticia, pero son espectadores que no
quieren ser injustos cómplices pasivos 2 de la misma han de comenzar a actuar
de acuerdo con aquel sentido moral de la injusticia que se expresaba en una
estrofa de la canción que Bob Dylan cantó para proclamar públicamente la inocencia
del boxeador Carter: “No podía hacer nada más que avergonzarme de vivir en esta
tierra/donde la justicia es un juego”. Pero ojo, un juego contrario a la bondad
de la justicia y que a pesar de sentimientos y de acciones rectas puede
reproducirse de manera terrible.
El indudable hecho de que las víctimas y quienes
son solidarios con ellas suelan buscar justicia más allá de la justicia no tiene
nada que ver con una naturaleza humana que hasta su tuétano moral se muestra
codiciosa. Para lo que aquí nos interesa, tampoco buscaremos explicación en la
perfectibilidad como objetivo de la voluntad humana. Eso sí, compartimos con
otros el convencimiento de que los seres humanos poseen un hondo sentido para
captar las injusticias que atentan contra su radical humanidad y que, además,
reaccionan ante ellas de acuerdo con su condición de víctima o de
“amigo-hermano” de ésta, con los consiguientes sentimientos (morales y/o
políticos) de indignación, compasión y vergüenza. Precisamente, debido a la
dicotomía que caracteriza a la justicia como respuesta a la articulación de
esos sentimientos, nacidos del sentido de la injusticia, los seres humanos
buscan justicia más allá de la justicia, derecho más allá del derecho 3. Esa
dicotomía es la propia de una justicia humana que siendo inmanente quiere
transcenderse, que siendo una justicia del tiempo aspira a ser el tiempo de la
justicia ..., y es que, como dice Jean- François Rey, “la justiciad es a la vez
poder y virtud” 4.»
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2 Cfr. Shklar, Judith (2010). Los rostros de la injusticia, Barcelona, Herder; Arteta, Aurelio (2010). Mal consentido. La
complicidad del espectador indiferente, Madrid, Alianza Editorial.
3 Derrida, Jacques (1998). Políticas de la
amistad, Madrid, Trotta, pp. 267ss.
4 Rey, Jean-François (2010). Visages de la
justice, Paris, L’Harmattan, pp. 21ss.