sábado, 20 de noviembre de 2010

Neutros e indiferentes


«Recordad que al entrar [Dante] con Virgilio en el Infierno, allá, en el pórtico, oyó sus­piros, cantos y profundos ayes que resonaban por el aire sin estrellas: lenguas diversas, hablas horribles, palabras de dolor, acentos de ira, apagadas voces y batir de manos que armaban un remolino en aquel am­biente siempre oscuro. Y al ver esto pregunta a Vir­gilio qué gente es aquella vencida así por el duelo, y Virgilio le dice: «Se hallan en tan miserable estado las almas tristes de los que vivieron sin infamia y sin elogio. Están mezcladas al mezquino coro de los ángeles que ni se rebelaron ni fueron fieles a Dios, sino que fueron para sí.» Son, pues, los que llamamos los neu­tros, la masa neutra, los que no se alistan a ninguno de los bandos que luchan. El Dante, que se enternece ante más grandes pecadores, que admira a héroes del mal, a los que sume en las entrañas del Infierno, guarda el desprecio para los neutros, para los egoístas que no quieren comprometerse, para los cobardes ciudadanos pacíficos. Y sigue Virgilio explicándole cómo ni el cielo quiere recibirlos por no perder belleza, ni el profundo Infierno los recibe porque cobrarían gloria los condena­dos que merecieron al menos su condena. Pregúntale el Dante entonces qué es lo que les hace lamentarse tanto, y contéstale su maestro aquellas terribles pala­bras que suenan: «No tienen esperanza de muerte, y es tan baja su ciega vida, que están envidiosos de otra suerte cualquiera. No deja el mundo fama de ellos, des­deñan la misericordia y justicia; no hablemos de ellos; sino mira y pasa.» Son los no ambiciosos, son los con­tentos con su oscura medianía; son los que no quieren cobrar fama y nombre a costa de resoluciones y esfuer­zos. Mecida el alma del Dante en ardorosas contiendas y soñando con la Italia eterna, su desdén es para los que no toman puesto en el combate».

(Miguel de Unamuno, Políticos y literatos, en La Prensa, Buenos Aires, 1-1-1904, Obras Completas XI, Meditaciones y otros escritos, ed. Afrodisio Aguado, prólogo de Manuel García Blanco, pp. 627-635 [628-629])