Aquel que recibe la misión de gobernar los pueblos ha de ocuparse de los negocios públicos y no privados, y no ha de pensar en otra cosa que la utilidad general: siendo al mismo tiempo autor y ejecutor de las leyes, no debe apartarse de ellas ni en un ápice, y ha de de procurar que se vea en su persona una garantía de la integridad de los ministros y magistrados; las miradas de todos están fijas en él, que puede ser el astro propicio por cuya influencia se difundan las buenas costumbres y el bienestar público, o el cometa mortal que les aporta innumerables daños. Los vicios de los demás no trascienden del mismo modo ni su influencia se extiende tan lejos. Pero el príncipe ocupa tal rango que, por poco que se aparte de la virtud, en seguida arrastrará, como la peste, la suerte de muchos hombres. En la propia condición de los príncipes hay muchas circunstancias que suelen desviarlos del recto camino, como los placeres, la independencia, la adulación, el lujo, contra las cuales han de prevenirse enérgicamente y con sumo cuidado, a fin de no engañarse sobre su deber y faltar nunca a él.
(Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura)