sábado, 17 de julio de 2021

APROJIMACIÓN FILOSÓFICA A LA ESCRITURA DE ANDRÉS TRAPIELLO.


Recuperando notas y materiales con ocasión de «Quasi una fantasía» del Salón de pasos perdidos, inequívoca e inmensa  «obra de pensamiento» del escritor Andrés Trapiello.






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El espacio nos ase y traduce las cosas:

para lograr la existencia de un árbol

arroja en su entorno espacio interior,

del que en ti hay. Rodéalo con recato.

El árbol no se limita. Sólo en la forma dada

en tu renuncia se hace real el árbol.


(Rilke, 1924, trad. de Jaime Ferrero Alemparte)



¿Cuál podría ser un espacio de vida propicio para aprojimarse, desde ciertas filosofías, a una escritura que recurre al diario? ¿Sería ese espacio el de las «obras de pensamiento» cuyo origen está en la vergüenza?


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«El lector no puede sólo intentar comprender lo que el pensador-escritor quiso decir, necesita entender lo que le hace hablar» (Claude Lefort)


«Cuando digo “obra de pensamiento” quiero designar la que no es obra de arte ni producción de la ciencia y, sin embargo, se ordena en razón de una intención de conocimiento y a la que el lenguaje le es esencial» (Claude Lefort)


«Un ser pensante es aquel que se sirve del lenguaje. En los seres que se sirven del lenguaje… permanece un limbo, un paño, una posibilidad de principio moral, … Y esta es nuestra esperanza, aunque a largo, larguísimo plazo: la moral natural de la lengua» (J. Rodolfo Wilcock)


«Pero tampoco es la vida en directo. Es la vida meditada, con tensión moral y afán de verdad. Es espejo que refleja y sobre todo, que reflexiona. Sin que las asperezas del mundo acaben envileciendo el carácter. Eso sí sin ceremonia ni estridencias. No es moralismo de púlpito, sentencioso y admonitorio. El sentido, la argamasa que unifica los diarios [de Trapiello] es una mirada moral cuya primera exigencia es la veracidad» (Félix Ovejero).


«La  estética  es  también  una  ética.  Ethos  en  griego  no  quiere  decir  solamente  manera  de  ser sino  permanencia.  El  arte  suministra  al  hombre  una  permanencia,  es  decir  un  espacio donde  tenemos  lugar,  un  tiempo  donde  estamos  presentes  –y  desde  ellos,    agenciando nuestra  presencia  en  el  todo,  nos  comunicamos  con  las  cosas,  los  seres  y  nosotros mismos  en  un  mundo,  eso  que  llamamos  habitar». (Henry Maldiney)



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En el pasado mes de abril, se publicó Quasi una fantasía, el 23º volumen de la descomunal y espléndida obra de Andrés Trapiello titulada SALÓN DE PASOS PERDIDOS. Este último volumen ha sido editado por Ediciones Del Arrabal, una editorial creada en esa fecha, ex profeso, por el mismo Andrés Trapiello y Miriam Moreno juntos con sus hijos Rafael y Guillermo. Todos los volúmenes anteriores aparecieron publicados en la editorial Pre-Textos entre 1990 y 2018.


Lo que aquí comparto en relación con esa obra del «pensador-escritor» Andrés Trapiello no se adecua a una aproximación específicamente literaria en sentido disciplinar. Tampoco es una exposición que sintetice temática o categorialmente -ni de manera diacrónica ni sincrónica- el contenido de los volúmenes editados hasta el momento, sino que vendría a ser como puntear filosóficamente el quid del habla de esa obra como obra de pensamiento. Y esto, advertido por una distinción esencial que fijó Ramón Gaya entre «ejercer el pensar» y «tener Pensamiento», es decir, entre el hacer gala de ideas (o reflexiones) más o menos ampulosas y el tener Pensamiento, algo que exige no estar vacío de realidad. Decía J. Rodolfo Wilcock que según Eliot un exceso de realidad es dañino, pero que no cabe olvidar el daño que les procura a un buen número de escritores un mínimo de realidad. Lo diré de otro modo: la escritura de pensamiento siempre es asunto de una poética de la distancia respecto de lo real, lo cual es esencialmente problema ético-político en la que anda en juego la dignidad de la vida y del reverso de esta.


Son notas y materiales -escritas unas y recogidos otros a lo largo de años- lo que recupero aquí sin ambición sistemática, ni siquiera con la intención de redacción de un artículo. Precisan de una posterior reflexión que logre enlazarlas de manera covalente. (Mantengo algunas repeticiones porque así se muestra cómo fueron esponjándose los puntos de vista). Diría también que son escarceos puestos en pantalla para dar y darme a comprender, de modo algo más que somero, lo que podría significar una cierta «aprojimación» filosófica al Salón de pasos perdidos¿Por qué el término «aprojimación»? Porque no se trata de una aproximación textual, sino de la articulación de una distancia relacional mediada por la escritura/lectura en el dominio de lo creativo. La idea de «aprojimación» me la despiertan, a la vez, las consideraciones del mismo Trapiello sobre su obra y las evocaciones que con motivo de aquellas me surgen de cierto tipo de filosofías, precisamente esas que piensan el pensar en relación con obras que se estiman como «obras de pensamiento». 


Al final, cito algunas de las referencias filosóficas (autores y libros) que han ido suscitando mi atención (ética y estética) con ocasión de algunos estudios y trabajos que he realizado, unos publicados y otros que permanecen como proyectos. Esas referencias me han servido de cedazo filosófico por el que filtrar lecturas de variadas obras y textos, entre los que se encuentran los de Andrés Trapiello. Si son esas las referencias es porque, tal como lo manifestaría Trapiello en barojiano, gracias a ellas llevo mejor conmigo mi propia novela y mi misterio a la par que llevo la suya. Es decir, que gracias a determinadas perspectivas filosóficas (unas entre las muchas del panorama) me ha cabido en suerte acercarme, diciéndolo ahora con un tono de Montaigne a lo Trapiello, como un «pariente y amigo», es decir, como prójimo entre todos los prójimos que viven y habitan ese mundo de «quasi fantasía». Mundo preñado de verdad y realidad. En definitiva, ensayar una aprojimación a través de una determinada imbricación de lenguaje, vida y filosofía.


Recupero, por tanto, unas desperdigadas notas para una parcial reflexión filosófica de esa obra a la que tengo por una de las creaciones a las que Claude Lefort designó como «obras de pensamiento». Y lo hago no para que se pinte la literatura con el color gris de los conceptos, sino para sentir y pensar mejor -con un logos polícromo- el sentir, el pensar y el decir de una escritura que obra sobre «el verde del árbol dorado de la vida» (dixit Mafistófeles vestido de Fausto). Asumo, también, aquello de Henri Maldiney de que en la estética filosófica «no se trata de una poética superpuesta a la experiencia, sino de una experiencia poética accesible a la fenomenología… con tal de que no tapone las discontinuidades del fenómeno». 


Rastreo así la justa distancia a un escritor y su obra, la distancia de ser prójimos en el espacio creado con el ritmo vital de su escritura, donde la verdad, el bien y la belleza se unen en un permanente propósito de voluntad. Voluntad de novela, voluntad de vida y voluntad de bien. Con verdad y belleza. Sencilla, natural, pero incisiva, valiente y con elegante inteligencia crítica en el uso de la razón y de la palabra. Abierta a la crítica, a las dudas y los matices, a la complejidad de cada nueva sorpresa que viene con la verdad de la belleza. Inteligencia opuesta y cerrada a la servidumbre de las fijaciones masivas. Sin contaminación de odio, que es el residuo nocivo que dejan las fraguas del resentimiento.


En definitiva, lo que hago es una confesión de parte de cómo siento y pienso esa escritura de Andrés Trapiello que, siendo quasi una fantasía, se realiza como creación del espacio de un salón de pasos de perdidos. Creación que responde al propósito de un escritor imbuido -lo diré con términos de Ramón Gaya- de un «extremoso deber», una «unidad de actitud» y una «dinámica madurez». Su incesante obra, como lo quiere el pensamiento del autor y lo refleja el ritmo de vida estética que imprime en la apertura de espacios, crea un mundo donde el escritor y el lector andan con-moviéndose de un lugar para otro, con-llevando el misterio de las propias vidas y comprometidos por salvar a un tiempo la verdad y la vida. En este sentido, aclaro algo que luego trataré con más detalle. Hablo de aprojimación apoyándome en la imagen de un cuadro al que acude Trapiello en uno de los pasajes de su último libro. Me refiero al cuadro de Rembrandt donde se representa una escalera, a un filósofo anciano meditando al lado de una ventana y a una anciana junto al fuego de una chimenea. La aprojimación sería precisamente la que imagino y pienso entre la figura del anciano y la de la anciana bajo ciertas condiciones de vida verdadera.


En la aprojimación trato de no perder nunca de vista una expresa advertencia de Reyes Mate: «La filosofía, caso de que quiera acercarse a la vida misma, tiene que plantearse si la verdad no es otro modo de nombrar la justicia». Aviso este que tiene su dorso, y no en oposición, en unas palabras de Walter Benjamin: «La verdad no es un desvelamiento que anula el secreto, sino una revelación que le hace justicia. Pero ¿es capaz la verdad de hacer justicia a lo bello?». Por eso intuyo que la aprojimación filosófica a esta obra exige un pensamiento que no se agota en las fórmulas de una «razón vital» o de una «razón sintiente». Tal vez, aunque resulte socorrido, podría hablarse de una «razón de quasi fantasía». 


Por eso, en concordancia, el rescate de estas notas tiene como objetivo una «aprojimación» entre lector y escritor, pero una aprojimación filosófica bajo un compartido pensamiento sobre el hombre: este solo persevera en su ser cuando no se aparta de su voluntad de «ser un hombre mejor sin por ello dejar de ser un hombre común». En esto, como en otros aspectos esenciales, Trapiello va de mano con Gaya. Ya Unamuno advirtió a Ortega de que en filosofía lo primordial no son las ideas, sino el hombre; de ahí que la obra de un escritor no es obra de pensamiento si se limita al ejercicio de pensar, por mucho que las ideas lluevan con fina música de violines encantadores.


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La primera vez que tuve visión y escucha directa de Andrés Trapiello («en chicha», como se decía cuando lo decíamos así) fue con motivo de una charla que dio en una de las sesiones del seminario que Reyes Mate dirigía en el Instituto de Filosofía del C.S.I.C. Hace de esto más de quince años. Guardo del acto muy buen recuerdo, así como mantengo la admiración que me suscitó su pensamiento sobre la memoria, el cual avivó en mí aún más la necesidad de un sentido sutil, complejo, crítico y honesto de la razón en su trato con la historia (incluida la historia de la cultura). A su vez, la frescura humana de su discurso, imprescindible frescura que proviene del espacio de la vida y que impide que se hormigone el uso público de la razón, me procuró un gran gozo intelectual, además de una inmejorable impresión personal.


Y sí, es muy cierto aquello que dijo acerca de que la vida siempre se abre paso. Una realidad esta que muchas veces cuenta para nosotros más como creencia que como idea, por usar la conocida distinción de Ortega. El caso es que aquella tarde, Trapiello, sin idealismo ideologizante, fue ideando la realidad con experiencias de «amorosos dolores» (Unamuno dixit) para no dejar vacío el contenido de una «verdad integral» (¡que no total ni absoluta!). Aquella tarde, en contraste con Trapiello, tampoco faltó allí ese ya típico y tópico historiador (de los de historicista y canónica totalidad, además de maniquea y sectaria) que va fijando su cartografía negacionista de hechos que le convienen partidistamente y poniendo el sello de «revisionista» a quienes, por ser conscientes de que la verdad es frágil, se entregan a rescatar realidades siguiendo el rastro de las vidas con un infatigable espíritu indagador. Claro que para ser consciente de esa fragilidad, como mostró serlo Trapiello, es necesario saber de la relación de sombra que hay entre el bien y el mal. Relación que incluye la tragedia,  la desgracia, la injusticia, etc., pero también la belleza de la vida con la verdad que esta contiene y que es objeto de amor para el espíritu. 


Ahora bien, lo que de mejor aprecié -y aprecio ahora más todavía en la palabra del Trapiello de hoy- lo vuelvo a decir recurriendo otra vez a Ramón Gaya. Entonces, como después a través de la lectura de sus textos, percibí el «extremoso deber», la «unidad de actitud» y la «dinámica madurez» en el propósito ético y poético de un escritor que aspira a «ser un hombre mejor sin dejar de ser un hombre común». Y es todo esto lo que, en mi caso, conduce a una cierta aprojimación filosófica a sus maneras de obrar con el lenguaje. Su continuo ritmo de vida estética (narrada) reabre espacios y recrea un mundo donde permanecer, como diría el escritor, con-moviéndose de un lugar a otro.  Ritmo continuo con sus quiebros, propiciados por la transición de formas que muestran hendiduras reveladoras de ese «tener pensamiento» en partenzza, que dice Ramón Gaya. Y es que, en efecto, leer la obra del Salón de pasos perdidos es caminar por una novela para con-llevar el misterio de la propia vida. Es, en definitiva, no abandonar el propósito del escritor de «salvar a una la verdad y la vida». Leyendo esa obra de Trapiello, encuentro ampliación de sentido para algo que dijo J. Rodolfo Wilcok: «Hay que creer que la vida es un camino y un sueño al mismo tiempo». 



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Al poco tiempo de celebrarse la sesión de aquel seminario, comenté con mi fraternal y admirado Amigo Esteban Molina la intervención de Trapiello. Se lo conté con entusiasmo. De ahí surgió entre nosotros un intercambio de reflexiones sobre la relación entre filosofía y literatura que Claude Lefort había dejado expuesta en sus textos sobre la escritura. Algunos de estos los había traducido y prologado Esteban Molina en un par de publicaciones en castellano, a las que tuve al afortunado placer de dedicar alguna reseña y algún artículo.


Claude Lefort, siguiendo a su maestro Merleau Ponty, sostuvo que el filósofo, así como el escritor, «en la práctica se había consagrado siempre a un trabajo de expresión, [un trabajo creador], a la producción de una obra en la que se buscaba el pensamiento a través de la escritura -desvelándose e inventándose a la vez». De ahí extraía Lefort la consecuencia de que «el filósofo se encuentra inducido a acoger, y no a rechazar, su vocación de escritor y a reconocer lo que une a la filosofía con la literatura». Ambas participan del «riesgo del pensamiento», o sea, «de la desmesura de un deseo de pensar, en busca de la verdad, más allá de la separación de las disciplinas del conocimiento». 


En la línea trazada por su maestro, Lefort hablaba de que «la aventura de la expresión» no acierta nunca con el pleno «en el desciframiento de los entes», de la realidad, de la vida o del ser. Lo que de ontología hay en la obra (y ha de haberla, pues si no se trataría de una fantasía pura y total de un pensamiento puro, o sea, vacío en su sistemática literaria), es solo una «ontología indirecta». Por esto mismo, para Lefort, «se trata más bien de reconocer que, digamos lo que digamos del ser, lo habitamos a través de todo nuestro “nosotros mismos”, que nuestro trabajo de expresión es también una instalación en él, que finalmente nuestra interrogación es, por la misma causa, sin origen y sin final, puesto que nuestras preguntas surgen siempre de preguntas más antiguas y que ninguna respuesta puede disipar el misterio de nuestra relación con el ser». Todo lo cual va en el rebufo de algo que  Merleau Ponty había anotado acerca del vínculo entre filosofía y literatura en su libro Lo visible y lo invisible: «El arte y la filosofía juntos son justamente, no fabricaciones arbitrarias en el universo de lo «espiritual» (de la «cultura»), sino contacto con el ser justamente en tanto creaciones. El ser es lo que exige de nosotros creación para que tengamos la experiencia de él. Hacer [pues] análisis de la literatura en ese sentido: como inscripción del  ser». 


La aprojimación, como modo de lectura filosófica, apunta a eso que Lefort designaba como «obra de pensamiento», es decir, aquella que sin ser mera obra de arte ni producción teórica de la ciencia, sí que «se ordena en razón de una intención de conocimiento y a la que, sin embargo, le es esencial el lenguaje». Por eso, él expuso la idea de que «el lector no puede sólo intentar comprender lo que el pensador-escritor quiere decir, sino que además necesita escuchar eso que le hace hablar». En su opinión, cuando leemos «la escritura del otro, logramos pensar lo que él mismo busca pensar». 


Ahora bien, para que esto suceda es preciso que la lectura no se degrade en asunto de «una simple técnica». La lectura no puede dejar de ser experiencia principal del «surgimiento del sujeto, de su relación consigo mismo y con los otros», es decir, no debe «dejar de figurar la experiencia simbólica» que ha de ser siempre. Si esto ocurriese, entonces esa lectura haría inviable la aprojimación, se mantendría en un tipo de mirada filosófica que, como a su vez dijo Merlau-Ponty, «se instala en la  visión pura, sobrevolando el panorama, y para la que no puede haber encuentro del otro: pues la mirada domina, y no puede dominar sino cosas; y si acaso se encuentra con hombres, entonces los convierte en maniquíes que solo se mueven por resortes». 



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Salón de pasos perdidos (obra de libros para un libro) es concebida y parida -y esperada- como una «novela en marcha». Se ha ido escribiendo con un característico ritmo literario (espacial-temporal) que ha llevado a que el autor la dé a comprender como un «vidario»: «Esto no es, como creíamos, ni un diario ni una novela. Ni siquiera una dianovela o un novelario. Esto, señores, no es más que un vidario, el lugar en el que concurren los sueños y las vidas de las gentes, de modo que podríamos dar a su autor el nombre de soñabundo» («Troppo Vero», vol. 16, 2009). 


Estos libros de Andrés Trapiello son escritura en formación (creación) continua, entrelazando un primordial elemento ético y un omnipresente propósito poético. La obra es de una riqueza enorme, desbordante. Un libro que si bien va ya por un veintena de libros, siempre está «in pectore» su siguiente resolución y, por descontado, su resolución final. El libro tiene una finalidad, pero su final, su fin o término, su acabamiento, con coherente lógica vital, nos lo transmite con claridad su autor: «P.- ¿Tiene previsto un fin para este proyecto? R.—Lo tengo muy claro: cuando no pueda más, cuando me muera. Mientras haya vida por vivir seguiré con el empeño. Ahora pienso que el plazo que se me conceda en adelante para estos diarios me parece poco» (Entrevista de Antonio Lucas a Andrés Trapiello en El Mundo, 23 de abril 2021).


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En el prólogo de «QUASI UNA FANTASÍA» -así como en la contraportada- puede conocerse de la autoconciencia de Trapiello referida al motivo y razón de escribirlos. «No sé -dice- qué valor tienen [esos cuadernos de diario] transformados en libro, pero sin esta reescritura carecen de interés. La vida es para mí este afán, vivirla más que escribirla, y si me he impuesto la tarea de escribirla es porque escribir es parte de mi vida, el camino que recorre mi pequeña verdad hacia la parte de belleza que le corresponde. En Poesía y verdad [de Goethe], precisamente leo esto: “La vida real pierde a veces de tal modo su brillo, que es preciso animarla con el colorido de la ficción”. ¿Se entiende mejor ahora por qué esto es una novela?». Aclara Andrés Trapiello que se escriben «con lo que la vida me pone buenamente delante» y «casi siempre al margen, ¡incluso a la contra!», lo que les garantiza «la necesaria penumbra». Haciendo suyo un epígrafe de Ortega, declara «que es una obra íntima para lectores de intimidad, que no aspira ni desea el “gran público”». Pero esta limitación de intencionalidad no agrieta uno de sus atributos más distintivos: en ellos «todos somos tú, y yo soy todos». 


Los prólogos de los demás libros, así como las no pocas y sustanciosas entrevistas que ha concedido, son fuente impagable para saber del porqué de su sentir, su expresar y su pensar, bueno, de su tener pensamiento. A su vez, en esos libros mismos -pues el libro es a un tiempo su vida y un motor de la misma- hay fragmentos, explícitos unos y entre líneas otros, en los que se reflexiona sobre el sentido del «vidario». Y, en mi opinión, no como “metaescritura” en la que el escritor tiene parte del cuerpo dentro y el resto fuera. El vidario de Trapiello es literatura de vida y, por tanto, movimiento incesante, es camino y lugar. Ahora bien, entiendo, el primer motor de la misma es un motor móvil, con cuerpo de centauro: nada de medio dentro y medio fuera, aquí siente el corazón y siente el pensamiento, comanda la vida y no lo literario sobre esta. 


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En el año 2009, XX aniversario de la publicación del primer texto de esta obra y de la salida de «TROPPO VERO», el 16º volumen, la editorial Pre-Textos se publicó un libro colectivo con el título precisamente de «VIDARIO». Recogía una cuarentena de textos escritos para la ocasión por distintos autores sobre la que ya entonces era una magna obra abierta. Entre ellos, el prólogo del editor y un epílogo de Miriam Moreno Aguirre. Retengo para mi objetivo, de entre esas colaboraciones, la de Félix Ovejero. Asimismo, contaba con una veintena de ilustraciones, entre las que estaba la de la cubierta, realizada por Ramón Gaya, y otras dos realizadas por Rafael Trapiello y Guillermo Trapiello. Esos textos no son los únicos escritos «a propósito» de SALÓN DE PASOS PERDIDOS, sino que muchos otros se han hecho cargo de él -algunos en descargo y otros cargando- lo que ha contribuido a extender el «espacio del libro» o su «espacio literario». En el siguiente enlace se encuentra una casi completa información sobre el escritor y su obra:


https://www.andrestrapiello.com 


Existen investigaciones doctorales que se han dedicado al estudio de la obra de Andrés Trapiello. Dos son estudios sobre «SALÓN DE PASOS PERDIDOS» y una tercera sobre memoria de la guerra civil en otros libros del escritor, a la cabeza su excelente «LAS ARMAS Y LAS LETRAS». Autores, títulos y enlaces donde pueden consultarse son estos:


1. Álvaro Luque Amo. EL DIARIO PERSONAL EN LA LITERATURA: TEORÍA DEL DIARIO LITERARIO. EL SALÓN DE PASOS PERDIDOS (1990-2018), DE ANDRÉS TRAPIELLO. Universidad de Granada, 15/11/2019. Consulta en:


https://digibug.ugr.es/bitstream/handle/10481/59332/67801.pdf?sequence=4&isAllowed=y


2. Eva Mª Miranda Herrero. EN LOS DESVANES DE LA FICCIONALIDAD: LOS DIARIOS DE TRAPIELLO. Universidad de Oviedo, 5/09/2017. Consulta en:


https://dialnet.unirioja.es/descarga/tesis/140488.pdf


3. María del Mar Fuentes Chaves. MEMORIA Y PASADO ESPAÑOL EN LA NARRATIVA DE ANDRÉS TRAPIELLO. Universidad de Salamanca, 28/07/2017. Consulta en:


https://gredos.usal.es/bitstream/handle/10366/135808/DLEH__FuentesChavesMM_MemoriaYPasadoEspa%F1ol.pdf;jsessionid=820E5A196AE4A9048FD7CEF44D7209A0?sequence=1


En este último trabajo, como apéndice, se incluye una entrevista realizada a Andrés Trapiello. Hay en ella dos preguntas y sendas respuestas cruciales para la comprensión de la naturaleza de la obra. Son preguntas y respuestas que ayudan a una aprox(J)imación -como «parientes y amigos» que sienten y piensan. En definitiva para conocer por qué Trapiello escribe una obra de vida con formas de diario y novela, con formas de múltiples géneros donde todos van teniendo cabida.  


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De la entrevista incluida en la tesis de Mª Mar Fuentes Chaves:


«P. Usted es autor de una obra compleja y heterogénea. Su extensa producción literaria abarca todo tipo de géneros y de variada temática, ¿qué disfruta más escribiendo? ¿Cómo se definiría como escritor? 


R. Soy un poeta, básicamente. Y todo lo que escribo está en torno a ese deseo que es la poesía, porque con la poesía pasa que no sabes muy bien si eres poeta o no. Sí se siente el impulso de la poesía vivamente desde el principio, y ese sentimiento es el que más he sentido. Y eso es lo que soy, lo que quiero ser, y todo lo demás está alrededor de ese mismo sentimiento. Alguien dijo una vez, y yo creo que es bastante acertado, que en mis diarios podría caber todo lo demás, los ensayos, las novelas, los poemas,… y probablemente pasa eso con mis libros. Yo no veo mucha distinción entre unos y otros, el impulso es más o menos igual en todos los casos, incluso en libros de encargo, como Las armas y las letras, yo lo teñí con ese propósito poético. Este propósito además consiste en tratar de que aquello que hagas forme parte de la vida, que no sea literatura, yo no me considero nada literario, ni literato, me espanta un poco todo eso. Al fin y al cabo lo que trato de hacer es que la vida sea digna de vivirse una y otra vez, si se nos diera ocasión de ello, y de vivirla de la misma manera. Eso significa que hay un grado de exigencia y de dignificación de todo lo que haces, que es exactamente en lo que consiste el eterno retorno de Nietzsche, o como decía Unamuno “Vive de tal modo que todo aquello que vives, si tuvieras que vivirlo otra vez no te avergonzara, que pudieras vivirlo de la misma manera”. Y vive de tal modo que tu vida sea una injusticia, porque lo has vivido en un plano de exigencia y de nobleza.


(…)


P. El género diarístico parece estar viviendo un remozamiento debido al auge de la “literatura del yo” en los últimos años, ¿qué es necesario, además de mucha tenacidad, para emprender y continuar una obra como Salón de pasos perdidos que comenzó a publicarse en 1990? 


R. Me molesta mucho lo de la literatura del yo, porque, en mi caso y lo he dicho siempre, yo no soy el tema de mis libros, no soy el argumento, ni mucho menos. Por tanto, a mí me gustaría estar escribiendo la literatura del tú, el tú y la gente son inagotables. Stendhal decía aquello que “la novela es un espejo paseado por el camino”, bueno pues yo me considero el espejo, ni siquiera el que lleva el espejo. Es verdad que en la literatura española quizá no ha habido muchos casos de diarios, no se ha cultivado mucho ese género, al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en Francia o en Inglaterra, donde hay muchísimos ejemplos y desde siempre. Yo he contado siempre que a mí me ha gustado hacer novelas, pero que yo no sabía cómo hacer novelas, porque una novela exige una virtud, unas facultades -ese impulso como Galdós- pero siguiendo su enseñanza “por do quiera el hombre va, lleva consigo su novela”. Pues yo no sé hacer novelas, pero tengo una vida, voy a los sitios, oigo a la gente hablar y, por tanto, la novela es esta. Y empecé a contar una novela en primera persona y eso, al margen del valor o del mérito que pueda tener, estaba claro que tenía que ser una obra sostenida en el tiempo. Se entendería a base de insistencia, es decir, que en efecto es una obra donde hay un empeño, que normalmente tiene muy mala fama, porque parece que es producto de la torpeza y que solo el esfuerzo consigue sacar la obra adelante. No me importa que se vea así, porque es que sin empeño, esta obra, probablemente no se hubiera podido hacer. Sin empeño no se hubiera podido escribir los Episodios Nacionales. No es lo mismo hacer una gran foto, una, que muchas. En este aspecto yo me he sentido escritor y quería hacer muchas fotografías, me he sentido poeta no de un poema, sino de toda una manera de ver la vida, y eso es lo que me ha sostenido.»


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Andrés Trapiello pronunció una conferencia en la Fundación Juan March el 16 de enero de 2007: «Yo no soy el tema de mi libro». En el siguiente enlace, puede escucharse su intervención:


https://www.march.es/conferencias/anteriores/voz.aspx?p1=21312&l=1


El libro al que se refería era, naturalmente, Salón de pasos perdidos, y el título de la conferencia un reencuentro con Montaigne. Recojo a continuación lo que estimo esencial de la misma y la agrupo en tres momentos: las ideas regulativas de su concepción de la literatura, la propia visión de su obrar y, en consecuencia, su esencial voluntad de escritor: 


- Literatura y vida, ¿cómo se entretejen? «Un libro es la vida misma, no solo la propaga, sino que la crea, está hecho de todo y de todos, y por todos. Literatura es vida y la vida es literatura. Esta es expresión del sentir,  sentir que es también pensar. La literatura intenta hacerlo comprensible, traducir lo casi intraducible. La literatura trata siempre de amor y muerte, de sentir y amar -que son lo mismo- es decir, amor a la vida. Si el sentir nos hace singulares, la literatura se funda en hombres comunes que se hacen mejores sin dejar de ser comunes. Por eso conmueve y apela a la memoria, al ser común del hombre, a saber, seres que mueren y dudan. Dos certezas que son el movimiento de un lugar a otro, movimiento que caracteriza a la literatura. Se ha de meter en un libro la inmensidad de la vida, transfigurar el mundo, mejorarlo por medio de una obra de creación. Así es como un libro se entiende como camino de perfección. Lo hace expresando con naturalidad y sencillez el misterio del mundo porque nadie puede vivir lejos de su misterio. El escritor, pues, ha de saber sentir y expresar para no desbaratar ni arruinar el sentido del misterio, sino para restituirlo. El escritor escribe el mismo libro, todo es de todos, trabajo común de hacer un mundo mejor en la lengua del sentir común y el decir común. Por eso, el yo es la enfermedad infantil de la literatura. De manera que el escritor ha de ser testigo, no notario ni juez, sino indigente que pone la mano para que le sea entregada la realidad. Y esta compartirla con los demás que al leer lo escrito y dicho se convierten en parientes y amigos que se reconocen. De ahí que la literatura sea el lugar donde encontramos lo que reconocemos. Literatura será dar testimonio de algunas cosas cercanas y valiosas; con tono casi apagado, expresivo pero no estridente, sostenido pero no impuesto; un tono con el que no esté reñido, por supuesto, ni el humor ni la gracia. Porque la vida no es solo estúpida ni cruel ni miserable, burda y sucia, sino también gracia, grande, generosa, sin costuras hospitalarias». 


- Con esos horizontes, Andrés Trapiello aborda el devenir del Salón de pasos perdidos: «Desde pequeño hice esto que hago, acercándome a la novela de otros para, no sin la paradoja que es la literatura, estar más lejos de mí y de ese modo llevar conmigo mi novela y mi misterio. Comprendí que el acto de creación comenzaba en una soledad y acababa en otra, y que las verdades no nos llegan sino a solas. Pero a su vez la obra conseguida la tengo siempre a medio, y me ha parecido que ha sido escrita por alguien diferente a mí y acaso un poco mejor que yo, con lo mejor de uno y de todos. Veo común en mis maestros y modelos que siempre está en primer plano sus criaturas, que se han borrado a sí mismos en su decir, dejando en primer plano lo único que importa, la realidad, el acto de elegirla, de vivirla, la manera de sentir. En ellos encuentra uno el mayor prodigio de la literatura, cuando lo que era ficción se hace carne y los personajes se hacen nuestros semejantes, con sustancia humana. Uno ha gustado mucho de aquellos autores de los que únicamente se percibe su voz en la nuestra fundida con ella. Y en esto es en lo que también he empleado mi vida a diario. Por eso Salón de pasos perdidos habla de todo el mundo menos de su escritor. No soy yo el tema de mi libro. Cualquiera que se nos acerque es nuestro pariente y amigo, para ellos escribe uno. Todo lo sabemos entre todo, todos escribimos el mismo libro y todos volvemos la vista atrás en busca de nuestra novela y de nuestro misterio. De forma que no no soy yo el tema de mi libro».


- De cara a lo que resta de vida, a él y a todos, y a tenor de estas ideas sobre la literatura y consideraciones propias sobre su obra, ¿qué quiere y con qué deber coincide este querer del escritor Andrés Trapiello? «Sin embargo -dice en los momentos finales de su conferencia- tengo la fantasía de que mis libros se irán haciendo mejores con el tiempo». Mejora que supone mantener la ética como prioritaria. No incurrir en «el malentendido interesado e ingenuo de estetizar el mal, la náusea y la nada». No caer en el determinismo existencial pues «el mal arrastra, pero no conmueve; seduce, pero no convence; el mal está por todas partes, pero no es eterno; el mal no es más que la sombra del bien, a veces lo que le da sentido, …, y uno aprendido que la vida también es dicha». De resultas, Andrés Trapiello hace suyo aquello del poeta: «da sombra a tu decir, dale sentido». Aspira y espera a que sus libros se expresen con mejor elocuencia y sin falsedad. Más que simbólicamente, lo expresa diciendo que le «gustaría que estas dos frases de Nietzsche figurasen al frente de su obra y de su vida, de su vida y de su obra», a saber: 1. «Un gran dolor hace a los hombres más elocuentes de lo que son de por sí». 2: «Ningún dolor conseguirá hacerme levantar un falso testimonio sobre la vida tal como la entiendo». ¿De qué dolor se trata? Así nos lo aclara: «El dolor de estar o ser en la contradicción de la vida. Solo y no no solo; vivir y morir; amar, dejar amar y no ser amado. El dolor de que uno va contemplando su propia novela al mismo tiempo que le va llegando el final de su vida, empezando su sentido por una despedida. Junto al dolor de comprobar que cuanto más cerca cree uno estar de su misterio, más indescifrable le parece este». 


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Puedes acudir y entregarte a la lectura del «SALÓN DE PASOS PERDIDOS» con deleite literario o, mejor, por gusto y goce estético. Además, sentir la maravilla de un libro obrándose y abriéndose, dándose al encuentro y haciéndose en lo abierto. Posee la virtud de reforzarte la idea de que la vida siempre se abre paso. De reforzar la viva convicción, sin salir de la incertidumbre, de que el hombre es (en su ser) obrarse sin acabamiento, o sea, que su ser es el amejoramiento de su condición de humanidad. En esto, vida y libro coinciden, se siembran una al otro: obra del obrar.


No obstante, esa fruición estética no ha de suponer interrupción alguna de la actitud filosófica. No solo porque sea fuente y depósito de reflexión, sino porque siendo obra de reescritura ya impele a cuestionar, es decir, a revitalizar el pensamiento con la inquietud de las preguntas que empujan a mirar la realidad con ojos nuevos. Es una de esas obras estéticas que ayudan lo indecible a sentir y pensar la extrañeza del fuerte lazo que hay entre entre la libertad y el pensamiento. 


Ocurre que buscando vitalidad (realidad) para la razón, encuentras que también cabe racionalidad en la literatura. Y te das cuenta de que por las escaleras del cuadro de Rembrandt -como dije, lo comentaré más adelante a propósito de QUASI UNA FANTASÍA- cabe que transiten juntos el logos del anciano (que parece enmudecer cerca del ventanal) y el logos de la anciana (que parece murmurar al lado de la chimenea cuyo fuego atiza). Los une el misterio de la luz y sus lenguajes. Lo diré ayudándome de estas palabras del filósofo Miguel García-Baró: 


«El ideal del escritor es recoger en sus palabras la sustancia del mundo, tal como es: con la emoción absoluta que raras veces brilla en la cara inmediata de sus fenómenos cuando, sin embargo, realmente ella es el nervio, la tensión de la vida. Y recogerla proyectándola a todo futuro, y en tal forma que cada lector sienta —y vea- que el autor no es tanto un hombre concreto cuanto la voz de la realidad. La realidad tiene muchas voces, pero una cualquiera de ellas, si auténticamente lo es, es ya voz plena de la realidad».


De alguna manera crucial, el arte -y la literatura por ende- tiene una relación con la verdad, con la vida verdadera, tanto dañada como dichosa, lo cual implica que en el arte, como en la filosofía, no sea ocioso el misterio, en concreto el misterio de la vulnerabilidad (de lo fundamental, diría Adorno) que congrega a todos los sintientes en torno a la realidad de esa vida. El arte es una recreación del sujeto, del sentido y del mundo, pero desde el ímpetu de lo real en su contradicciones. Así, la intersubjetividad y la empatía (sin la banalidad semántica que hoy ha alcanzado esta palabra)  podrían recobrarse como meollos del sentir-pensar la vida que aspira a ser verdadera.


No solo, pues, disfrutar leyendo lo que Trapiello escribe, y de la excelente manera en que lo escribe. Si vives viviendo el propio deber filosófico de realidad, del que no te puedes deshacer, ni quieres hacerlo una vez asumido, entonces tiene sentido una cierta aprojimación desde esa actitud filosófica. En esta va de suyo la comprensión ética de la vida, también de la vida textualizada, y no solo por los asuntos de la trama (materia), sino también por la comprensión ética del texto en tanto que texto (forma). No hablamos de afrontar un texto como si el asunto previo fuese leer la vida cual un texto, por más que en muchos textos se trate de la vida. ¡No es asunto de hermenéutica! ¿Qué significa pues? De nuevo, unas palabras de García-Baró permiten mostrarlo: «La filosofía está olvidada, pero sin ella la vida del hombre pierde sus contornos, deja de ver sus propios atractivos. Y la filosofía es un hilo que puede tomarse desde muchos puntos y, como el sentido, como el anhelo, como el arte, una vez reconocido ya no termina; y, sobre todo, ya no deja al observador que escape. Ni siquiera le permite permanecer como un simple observador.» 


Lo que esto pueda ayudarnos a indicar, en mi opinión, sobre lo dicho a propósito de Lefort, habría de ir tomándose el pulso con las reflexiones que, por ejemplo y ejemplarte, Félix Ovejero desarrolla en uno de los libros que considero imprescindibles para el fondo de lo que aquí apunto: El compromiso del creador.


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Con motivo de un libro de Juan Ramón Jiménez, el artista Ramón Gaya, en un texto de 1940, expuso la idea de que la «madurez» de un poeta es entregarse al obrar de su arte, y hacerlo con una «actitud única para todo, aunque las partes de ese todo sean tan diversas». 


Esa idea la apuntaló diciendo que se mantiene «la misma actitud» porque «ha logrado idéntica distancia entre él y cada una de las demás cosas y seres», pero que «su emoción es, naturalmente, distinta» aunque les conceda igual importancia. Así, el poeta llega a coincidir con el hombre «total» o «pleno»,  pues «consigue la emoción sabia, o mejor, la emoción viva, y la sabiduría de esa emoción viva». 


La «totalidad» y la «plenitud» se traducen, entonces, en una «unidad» extensiva de la obra poeta. Este, por madurez, con su actitud igual «ante una flor o el aire» y «ante un pobre hombre o una poetisa cursilona», puede escribir poemas sin pérdida de acento poético y que a su vez sean «caricaturas de personajes grises, camelísticos o anodinos». ¿Por qué? «Porque -piensa Gaya- el poeta, cuando llega a esa unidad, se hace un poco novelista».


El sostenimiento de esa actitud requiere de una férrea voluntad de escritura poética, voluntad estética que tiene su correlato ético en lo que el mismo Ramón Gaya llamó, en otro texto de aquel año, «el extremoso deber del artista», un deber -decía- que de no vivirlo, entonces «no vivimos nada, o por lo menos nada verdadero». Este texto de Gaya tenía en su inicio unas palabras de Nietzsche y, en su final, unos versos de Luis Cernuda (A este trabajo dedica Miriam Moreno Aguirre un capítulo en su excelente estudio sobre la obra de Ramón Gaya: Otra modernidad).


«Creo, además, que no venimos a la vida a ser felices, sino a cumplir con nuestro deber, y podemos considerarnos dichosos si logramos hallar cuál es ese deber (Nietzsche).


Voluntad de escribir y voluntad de vivir, voluntad de obrar una obra de vida. En el escritor artista, reflexionaba Gaya, su querer y su deber coinciden. Y ese deber, condición del vivir para todos los hombres, en el escritor se vuelve «extremoso», «colmo» -[plenitud y totalidad]- «del hombre mismo». Compromiso verdadero del vivir pleno. ¿Y con eso qué, se preguntarán algunos? La respuesta del artista mismo:


«Y por eso, por extremoso, están tan extremados en el artista los deberes... Todo tendrá que sacrificárselo, él más que nadie, a su deber. ¿Todo, hasta sus propios sufrimientos, hasta su más desgarradora pena de hombre. Sí, hasta eso. (...) Todo tendrá que entregárselo a su deber. Y tanto, tanto deber es el suyo, tan exigente y tiránico ... que la entrega... no  podrá estar demasiado teñida de esos íntimos sentimientos mismos, sino... con mucha frialdad. Sí, así es de penoso el deber del artista; ni siquiera le está permitido sufrir sus sufrimientos. Ha de cuidar mucho que sus pasiones de hombre no le quemen los dedos, las manos que ha de reservar y conservar para su obra. Y cuanto más intenso, cuanto más inmenso sea el dolor -o la dicha, que en arte, dolor y dicha valen igual-, más vigilante ha de volverse, y si se trata de un poeta entonces es cuando más preocupado ha de estar por ... su lenguaje, ..., por su artificio todo [el arte de su obra]».


Identificar su deber de hombre artista, afanarse en darle cumplimento, si no también realizarlo, es lo único que puede aportarle «tranquilidad», o sea, la felicidad que cabe le cabe en su vida. Pero esta, no estará libre de «golpes» y de «zozobra», frente a lo que el hombre artista solo podrá aferrarse a una tabla de salvación: el deber de su obra, «que, por lo visto, es mayor que la vida misma». Una obra tal que dicen las palabras poéticas de Cernuda: «Como esta vida que no es mía / y sin embargo es la mía».


Así que lo de Ramón Gaya lo traigo no como mera analogía para pensar la obra del escritor Andrés Trapiello en sus diarios novelísticos. Estos son impulsados por una «única actitud para todo» y su correlativo «extremoso deber» de escritor. Desde ahí, en dicha obra, se puede pensar que el escritor Andrés Trapiello se hace cargo de su vida vivida, de encontrarse consigo y darse a los demás, o sea, de vivenciarla con recuerdos, pensarla con reflexiones y contarla con escritura de artista. De esa forma llevaría años obrando él su «Salón de pasos perdidos», su «novela en marcha» o «vidario», su obra de vida para la vida. Una creación de armónica variedad, temática y de géneros. Repetida variación y, aún más importante, variada repetición en la unidad, porque -como también dejó dicho Gaya: «No en la variación, sino en la repetición es donde está el gusto. El gusto y, sobre todo, en la repetición está, diríamos la verdad».


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Los diarios de Trapiello, como muy  bien expuso Félix Ovejero, no sacrifican la vida a la literatura, pero tampoco ofrecen un relato de «la vida en directo». Más bien nos la dan en vivo, es decir, «la vida meditada, con tensión moral y afán de verdad». Ahora bien, para una aprojimación filosófica como la aquí rastreada, la esencial nota moral del texto no queda solo en la «urdimbre moral», con la exigencia de veracidad  de la que habla con total acierto Ovejero. La exigencia de verdad y veracidad, va acompañada de una condición inherente al texto mismo como texto, que diría Henri Maldiney. Esto tiene que ver con algo que es fundamental para este, a saber, el «RITMO», el pulso, su latido, su soplo y que no se reduce al esqueleto o al cuerpo donde se encarna la trama con su sinergía moral. El ritmo hace posible pensar la escritura en su formación incesante y variada, pero como permanencia del movimiento creador, y en tanto que permanencia, algo que de por sí ético. En este sentido los siguientes párrafos de Maldiney son, más que ilustrativos, un reto para pensar la obra de pensamiento de Andrés Trapiello:


«“Werk  is  Weg”  dice  Paul  Klee,  “La  obra  es  el camino”  Una  obra  es  el  camino  de  sí  misma. ...  No  hay  entonces  obra  “hecha”  sino  “haciéndose”.  En  su génesis  las  formas  no  solo  configuran  su  espacio  sino  que  lo  configuran  temporalmente. Los  caminos  de  la  forma  son  “caminos  que andan”  o  corrientes  sin  orillas.  Lejos  de  ser un  vector,  referenciable  y  calculable  respecto de  un  sistema  de  referencia  permanente,  una forma  estética  crea  su  sistema  de  referencia en  cada  instante  decisivo  de  su  autogénesis. Una  forma,  una  obra  funcionan  como  un mundo.  No  están  en  el  espacio  y  el  tiempo; sino  que  –como  están  en  el  mundo-  el  espacio y el tiempo están  en  ellas». 


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«un sentido  del  ritmo  que  excede cualquier  tipo  de  percepción  figural.  Escritura  y  Movilidad  evocan  en  conjunto  una  letra o  un  carácter  moviéndose  en  su  propio  trazado.  La  antigua  caligrafía  china  conocía  una “escritura  de  hierba”  que  se  movía  como  la hierba  al  viento.  Este  sentido  de  la  forma  en formación,  en  transformación  perpetua  en  el retorno  de  lo  mismo,  es  propiamente  el  sentido  del  ritmo.  Debe  ubicarse  bajo  el  signo  de Heráclito.  Pero  no  en  el  “todo  fluye”;  está  en la alianza  sorprendida del  “tiempo como  niño que  juega”  y  del  “gobierno  del  todo  por  medio  de  todo”  (Heráclito,  fr.  41).    El  ritmo  está en  los  remolinos  de  agua,  no  en  el  curso  del río». 

...


«Para definirlo con  precisión,  partiría  del  estudio  de  Hönigswald,  el  único  filósofo  que  dejando  de  lado  el  opúsculo  de  L.  Klages- tomó  el  ritmo  como  tema  central  de  una  reflexión  esencial.   Hönigswald  define  el  ritmo  como  la  articulación  del  tiempo  por  el  tiempo,  como  una articulación  temporal  del  tiempo,  en  la  que  el Vivir  y  lo  Vivido  son  uno.  No  alcanza  con que  los  momentos  articulatorios  constituyan un  orden,  es  necesario  que  ese  orden  comporte  una  dimensión  temporal».


«La  estética  es  también  una  ética.  Ethos  en  griego  no  quiere  decir  solamente  manera  de  ser sino  permanencia.  El  arte  suministra  al  hombre  una  permanencia,  es  decir  un  espacio donde  tenemos  lugar,  un  tiempo  donde  estamos  presentes  –y  desde  ellos,    agenciando nuestra  presencia  en  el  todo,  nos  comunicamos  con  las  cosas,  los  seres  y  nosotros mismos  en  un  mundo,  eso  que  llamamos  habitar. “Poéticamente  el  hombre  habita…”  (Hölderlin,  “En  bleu  adorable…”).  ¿Y  cuál  es  esa permanencia?  Hölderlin  lo  dice  en  las  tres primeras palabras de  un  poema: Komm! ins  Offene! [¡Ven! ¡en  lo  Abierto!]  ... lo  Abierto  de  Hölderlin  tiene  su resurgimiento  en  R.  M.  Rilke  en  la  octava Elegía de  Duino: Ven  con  todos sus  ojos las criaturas lo  Abierto».


… 


«movilizar  una superficie  como  napa  energética,  como  energía  espacializante»



«Todo  encuentro  desea  un  ágora.  El  ágora  del arte  es  lo  Abierto.  El  ritmo  tiene  lugar  en  lo Abierto. ... el  ritmo  es la  esencia  del  arte  y  es  su  existencia,  siendo  el acto  del  estilo.  En  él,  ambos  son  uno,  antes  de toda  división.  ¿Dónde  comienza  el  ritmo?  A la  vez,  no  importa  dónde  y  solamente  en  sí mismo.  Por  una  parte,  la  estética  artística  es una  limitación  en  relación  con  la  riqueza  de información  de  la  estética  sensible,  que  recubre  todo  el  campo  del  sentir,  toda  la  vida  en “relación”,  entendida  como  “existencia”  del hombre  e  “in-sistencia”  de  las  cosas  (sobre él).  Por  otra  parte,  el  ritmo  está  acoplado  a esta  vida  y  no  tiene  otros  elementos  fundadores  más  que  los  acontecimientos-encuentros que  constituyen  la  fenomenalidad  universal. No  hay  situación  que  no  pueda  dar  lugar  a una  posibilidad  rítmica.  Del    mismo  modo  en que  “la  verdad  puede  caer  de  cualquier  boca, en  cualquier  momento”  (Kafla,  1925 [El Proceso]),  el  ritmo puede  nacer  a  cualquier  momento  dado.  Pero es  él  quien  se  da  ese  momento,  haciéndolo  su presente.  El  ritmo  en  ese  presente  es  su  propia partida. [Henri Maldiney, «La estética de los ritmos», “L’Esthétique  des  rythmes”  (1967)  en  Regard,  parole,  espace. Paris: Cerf, 2013, p. 201-230, traducción en Rev. Cuadernos Materialistas, nº 1, 2016].


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Para cumplir el deber filosófico respecto del deber del escritor, tal como se concreta en la obra de este, es por lo que estimo que los diarios de Trapiello pueden ser pensados desde la filosofía estética, por ejemplo, de Henri Maldiney acerca de «el espacio del libro» y desde algunas ideas de Maurice Blanchot en torno al «espacio literario». A su vez, el rechazo de Trapiello a que se interprete su obra como «literatura del yo» puede vincularse, para nuestra lectura, con algunos fragmentos de esa obra de Blanchot. Asimismo, la trama intersubjetiva (la que transcurre del yo al nosotros) cabría abordarse en las tenencias de pensamiento de la obra de Trapiello a partir de algunas reflexiones de Edith Stein y, por supuesto, de Emmanuel Levinas. 


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Aprojimación desde las páginas 179-208 del libro Quasi una fantasía. En estas, como en todas las demás, el escritor Andrés Trapiello «reescribe» unos textos (de diario) dando «testimonio» de la verdad y de la realidad, sus dos aliadas junto a la expresión de un sentir la vida. En ellas se asiste a una (re)visión y un (re)vivir con los que el autor recuerda y reflexiona un determinado contexto vital: un viaje a Paris para la presentación de su libro Las armas y las letras traducido al francés. El ritmo que les imprime informa el obrar del escritor, y le lleva a ir haciendo presente(s) -dar permanencia- a cosas y personas, hechos y relaciones, etc., en un franja vital concreta. Con todo, según lo pienso, no es el viaje mismo el que marca el ritmo creador de espacios y tiempos en este espacio del libro. Es el ritmo vital -pulso, latido, respiración y movimiento- lo que va trazando el discurrir espaciador a propósito de un viaje. El camino y el caminar, junto con quienes los transitan, es lo que permanece y les hace permaneces a estos. 


En el espacio del libro, creado por el autor, del tiempo queda borrada la referencia convencional (esa de día, semana y mes encabezando entradas). Como si primara el lugar habitado por lo(s) presente(s): lo dado en presencia, pues «presente» no tiene solo acepción temporal. Así, por ejemplo, lo presente permanece en estatuas o fotografías que nos son dadas por medio de una expresión sintiente que hace del escritor un donante de sentido. Claro es, en conexión con un pasado que el escritor vivencia con su reflexiva reescritura. La realidad nos la pone a tiro de vista para que todos podamos vivenciarla. El espacio de esas páginas, como el de toda la obra, depende de la voluntad de novela, correlato de la voluntad de vida del escritor. 


El ritmo de vida va obrando selectivamente lugares y llenándolos de realidades de «quasi una fantasía»: aviones, hoteles, museos, parques, jardines, casas, personajes, familias, editoriales, instituciones, tiendas, restaurantes, comidas, librerías, libros, poetas, situaciones, comportamientos, costumbres, actitudes, enunciados aforísticos, comparaciones, naturaleza, etc. Las expresiones del sentir y pensar de Trapiello bien parecen fenomenológicas en su empatía (¡al alma de las cosas y de lo seres!). [Pero no hay que confundir el trato que aquí dispenso a la expresión «empatía». No lo hago al modo de esa oferta de rebajas que hay circulando en el mercadeo semántico de politiqueros y voceros mediáticos. Hay palabras angulares cuya corrosión es síntoma del estado de ruina de la casa del deber ser.] Hecha la salvedad, diré que uno empatiza (se aprojima) con esa vivencia estética (ficcional o de fantasía) que el autor expresa sobre su propio tiempo interno y externo (la experiencia de uno mismo y de la de los demás. 


Si reparamos, sea el caso, en unas lineas (¿fenomenológicas?) sobre las moscas, cuando menos te esperas, allá que salta el tú. Y vaya tú en algunos fragmentos donde alguno se refigura «budista» y «cuadrado», dos formas de redondez, ¡lenguaje mediante! En fin, la vida, la vida que lo mismo te da «las veladas más bonitas que cabe imaginar», que te da «un lección de realidad y harto pesar de corazón», porque desde el inicio y hasta el final, todo va de dar, hasta cuando se «da un paseo», pues ahí que viene Rilke a decirte que un paseo no lo damos, sino que es el paseo el que nos da a nosotros. En definitiva donación del Salón de pasos perdidos que es donde uno puede no solo encontrarse con su escritor, sino darse en ese darnos unos a otros creado por la escritura  re-creativa de Trapiello.


Conviene detenerse (permanecer) en repetidas lecturas de las páginas 190-193 en las que Andrés Trapiello reescribe su encuentro con un fotógrafo. La quasi ficción acaba mostrando con humor, gracia, empatía y esperanza, los componentes de un amor humano al desconocido. Ternura y compasión de todo en todo, por amor a la vida, donde el yo no habla de sí mismo. Y luego está ese final con una excelsa refiguración de la vida en una puesta al día del cuento de la lechera, o sea, el cuento que también es la vida. Las páginas 178-179 procuran objeto de disfrute, tanto del decir como del pensamiento, gracias al ritmo  (vital) con el que el escritor crea espacios que nos (con)mueven, al ir generando una tensión entre «la hermosura de las cosas» y el hecho de que la naturaleza «no guarda ni guardará luto por nadie». 


Hay una entrada en Quasi una fantasía, (p.182-183), donde se da cuenta de una conversación entre el personaje «M.» y Andrés Trapiello después de haber visitado el Louvre. El tema de la conversación es «el asunto de la escalera» a propósito del famoso cuadro de Rembrandt. «M.» defendía la idea de que «la escalera es el mejor símbolo de la filosofía». Y tal vez -frente a las reservas de Trapiello, pero no en oposición necesariamente a su ideal de escritura- la percepción de «M.» es más acorde con la idea de elocuencia del logos doliente, que creo es la que el escritor tiene por punto de mira principal en su obra. 


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La filosofía tal como la concibo y convivo es luz oscura y clara a la vez, inseparables, inestingibles en el misterio. Y contrariamente a lo que se cree, es la primera la que ilumina a la segunda. ¿Acaso no asume Andrés Trapiello la recomendación de Paul Celan de dar sombra al decir, darle sentido? ¿Que el mal es la sombra del bien? ¿Que la vida de la que se hace cargo la literatura es la que está llena de contradicciones y provoca la tensión entre ella y la verdad? ¿No dice que es necesario salvar a ambas a la vez? 


Pero es que, para más ovillar la lógica de la cuestión, resulta que en el cuadro del pintor del XVII hay un foco de luz en cada lateral del cuadro: la ventana junto a la mesa del anciano filósofo y la del fuego de la chimenea que atiza la anciana. ¿No representará esta a la literatura de vida, al arte que ya no es solo arte sino obra de pensamiento? ¿Será acaso necesario que el anciano sea aquel filósofo idealista que, como diría Adorno, enmudece el dolor pues se lo entrega exclusivamente al concepto? De no ser así, la imagen de la escalera es la imagen de una otra razón filosófica: filosofía abierta al arte, y este abierto al pensar encarnado. Una razón comprometida con la verdad, el bien y la belleza. En definitiva una filosofía con impulso socrático, donde el anciano y la anciana se vuelven uno hacia el otro con un compromiso de prox(J)imidad, que diríamos alfabetizados por Levinas. O sea una otra razón fundada en el espacio de la responsabilidad por el otro, la que es fuente de libertad. Responsabilidad y libertad que corresponden al decir impeliendo (éticamente) a lo dicho. ¿Qué otra razón será esa sino una razón vital de amor? Claro, no podemos negar que hay otras representaciones simbólicas de la escalera como las que presenta Andrés Trapiello a «M». Incluso conocemos un par de escaleras filosóficas, opuestas entre sí, como las dos de Wittgenstein, según prevalezca el Tractatus o las Investigaciones: escalera que uno tira cuando llega a donde quiere subir; o la escalera por la que uno no sube porque a donde quiere ir ya está en realidad. 


La filosofía tiene, como se ve, muchos vericuetos, como los tiene una escalera que se precie de enredarse en sí misma, de tener una verticalidad que solo en apariencia da sitio a la sombra y a luz según el arriba y el abajo. Una escalera enredada como la vida misma, como la verde yedra. Por eso: ¿Podemos pensar que en esa escalera se viviría mejor si el anciano y la anciana se miran, se dirigen uno hacia el otro y se dan la mano para subir y bajar con la incertidumbre de lo humano? ¿Se puede pensar que lo hicieren con-moviéndose de un lugar a otro de la escalera, aún a tientas, incluso a ciegas. Que una en la luz y el otro en la sombra, o al revés, se mirasen para donarse la luz entre ellos. Que abrazados están y son mientras descansan en los peldaños, con la distancia justa y gozosa que les permite acariciarse, olerse y susurrarse, hasta lamerse por hambre de uno a la otra, y de esta a uno. Que siempre están volviendo a empezar en cada comienzo de cada peldaño, pero nunca para fusionarse y disolverse entre ellos, ni para deslumbrar la mirada de una ni para quemar los ojos del otro.? ¿Que bien sería de uso una escritura de razón poética de la filosofía y de razón filosófica de lo poético para intentar comprendernos en el misterio de permanecer en una projimidad que salva las distancias (no porque las elimine, sino porque las mantiene como garantes de las cercanías). ¿Cabe habitar en el espacio donde hay una escalera de quasi fantasía? ¿En ese espacio donde se viviría hasta que la muerte haga yacer (al anciano y la anciana) encima de las baldosas, y que entonces el viento del infinito abra la puerta del fondo de la estancia para que la vida se inunde plena de fantasía real, sin rastro de una totalidad quimérica?



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A mi sentir filosófico, leyendo las autorreflexiones del escritor Trapiello, le viene un estupendo aroma a pensamiento de Unamuno. Eso sí, contando con que Trapiello transforma la intersubjetividad en una “apocatástasis” sin ventanas teológicas. Además, me ayuda comprender por qué su escritura le ha supuesto recorrer un camino lleno de peligros. ¿Por qué? Puedo responder haciendo mías unas palabras de Unamuno: por «no haber torcido la verdad ni haberla callado, pues la libertad de la verdad es la suprema justicia». En una entrevista de Andrés Trapiello con Arcadi Espada, 30 de enero 2016, dice aquél: «Hace 25 años quería escribir una novela. Y no sabía cómo se escribían las novelas. Decidí que iba a contar la mía. Y a eso me he dedicado. No soy un hombre que cumpla con el decálogo de las buenas costumbres, ni política ni literaria ni personalmente. Eso, y el propósito de contarlo, es lo que ha hecho peligrosa mi vida de escritor. Pero le repito: yo, sobre todo, hago lo que puedo. Entre esa tensión entre la verdad y la vida, … Hay que salvar a un mismo tiempo la verdad y la vida. (…) Pero no hablo de mí. Yo cuento mi vida, que no es lo mismo». Y si encima lo hace con voluntad de fantasía, humildad y errancia, pues se ponen como se ponen, y como te ponen, los prebostes de gobiernos, partidos, confesiones, cuarteles, academias, institutos literarios y sociedades varias de beneficios turbios.


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Aprojimarse errabundo, errando y errando, hasta el arrabal. Lugar desde el cual la luz oscura, con sus dudas de un logos doliente, ilumina mejor que la luz clara. O sea, aquello de la elocuencia del dolor como condición de la verdad, algo en lo que coinciden Andrés Trapiello, Unamuno y Theodor Adorno, concordando los tres con lo mejor de lo de aprovechable que hay en Nietzsche para una ética de la compasión.


Elocuencia y verdad en el testimonio escrito del sentir. Amor a la vida, que  entiendo como aquel “amor doloroso” del que hablaba Miguel de Unamuno. La voz de este, como lo del mismo Trapiello, no fue de esas que suenan huecas de realidad ni sus palabras están vacías de médula moral. Rescato de Unamuno, del fondo de su mar filosófico, estos puntos cardinales que muy bien sirven para esbozar un enfoque explícito de la escritura (de Trapiello) a cierto tipo de filosofía y de esta a aquella: 1. «El mayor goce de un hombre es ser más hombre». 2. «Porque la esperanza es la flor del esfuerzo del pasado para hacerse porvenir, y ese esfuerzo constituye el ser mismo». 3. «Digamos que una formidable corriente de dolor empuja a unos seres hacia otros y les hace amarse y buscarse, y tratar de completarse, y de ser cada uno él mismo y los otros a la vez…, amores dolorosos [“amorosos dolores”, prefiere Orringer]». 4. «Y sobre todo la libertad de la verdad, que es justicia».


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Teoría estética es el título de un libro del filósofo Th. W. Adorno que se publicó póstumamente hace cincuenta años. El libro terminaba con estas palabras: «¿Qué sería el arte en cuanto forma de escribir la historia, si borrase el recuerdo del sufrimiento acumulado?». Pregunta inseparable de algo que se lee en otro libro suyo Dialéctica negativa: «La necesidad de dejar su elocuencia al dolor es la condición de toda verdad». Ahora bien, conviene, para calibrar la pregunta y la respuesta, que es casi patente, no esquivar esta advertencia que Adorno hace, a su vez, en Teoría estética: «El sufrimiento, cuando se convierte en concepto, queda mudo y estéril». De ahí que, frente al idealismo estético, con su impero del Yo, valga lo que en su programa filosófico referido al conocimiento llamó “fantasía exacta”, o sea, ese «ars inveniendi», el arte como el lugar donde la verdad es concreta, el lugar donde se la descubre, se la encuentra buscándola e inventándola sin que sea falsa. «Las obras de arte grandes -decía Adorno- no pueden mentir. Incluso donde su contenido es apariencia, tiene en tanto que necesario una verdad en favor de la cual las obras de arte hablan; sólo son falsas las obras de arte que no han salido bien».  Por eso es que el arte lo considera una «promesa de felicidad» aun siendo «una  promesa quebrada». Siendo así la conciencia moral acerca del arte conciencia de que «sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza». En consonancia, escribe Adorno en Minima moralia: «Al final, la esperanza, tal como se la arranca a la realidad cuando aquella niega a esta, es la única figura que toma la verdad. Sin esperanza, la idea de la verdad apenas sería pensable, y la falsedad cardinal es hacer pasar la existencia mal conocida por la verdad solo porque ha sido conocida».


Bien es verdad que la filosofía del conocimiento de Adorno no concede carta de objetividad a una intersubjetividad que más bien sería un Yo ampliado y armado con el Concepto, dejando de nuevo sin objetividad al sentir, a los individuos sin anclaje común en la realidad, sometidos a una nueva identidad totalista. «Lo que se puede llamar sentimiento en la experiencia estética -aclara Adorno- es el avasallamiento por lo no conceptual y empero determinado, no el afecto subjetivo desencadenado. Se refiere a la cosa, es el sentimiento de ella, no un reflejo del contemplador. Hay que distinguir estrictamente la subjetividad contempladora respecto del momento subjetivo en el objeto, de su expresión tanto como de su forma mediada subjetivamente». Porque, «el sufrimiento es objetividad que pesa sobre el sujeto; lo que este experimenta como lo más subjetivo, su propia expresión, está mediado objetivamente».


Ahora bien, esa exigencia de realidad no se ve cumplida por esas otras filosofías de la existencia con su crítica de la intersubjetividad empática en clave de una hermenéutica de ser y tiempo, de un pensar la esencia en que se funda la comunidad auténtica. ¿Y por qué no serían suficientes? Estas líneas de Miguel García Baró lo expresan con mucho tino filosófico:


«Si tiene que venir Emmanuel Levinas, un discípulo de Heidegger que, ya simplemente movido por el asesinato de su familia, se vea en la necesidad moral de dar al pensamiento hermenéutico un giro radicalmente antihistoricista, el magma del Se impersonal, que se verá entonces interpretado como el manchón gris de lo Neutro y Total, como el fondo del Duermevela sin vigilia ni sueño, terminará alterado por un Acontecimiento que no será el del Ser, sino el de la inquietud de lo Infinito, es decir, del Bien Perfecto; y el humilde otro humano, el prójimo modesto, pasará al rango hiperbólico del Santo que es para mí Autoridad.

En Ser y tiempo no consideró Heidegger que perteneciera a la analítica de lo existenciario, a la ontología, o sea, al centro mismo de la filosofía, el arte —y en esto evolucionó luego—, pero tampoco el amor y, por supuesto, no la religión, no el perdón, no el sacrificio, no la fecundidad, no la paternidad, no la amistad, tampoco la condición sexuada de la existencia (pero ¿a qué enumerar las formas del amor, si este está ausente?).

¿Puede el arte servir de puerta por la que terminen entrando en la filosofía todos estos momentos de la existencia que ella rechazó en una mala hora, quizá aturdida por el estruendo que se hacía dentro de esa historia a la que concedía tan excesivo peso?»


Pienso que sí puede, a condición de que lo dicho no tapone el decir, según distinción de Levinas; a condición de que -como dice Andrés Trapiello, reconociéndose en Paul Celan, el escritor dé sombra a su decir, le dé sentido. El decir excelente y extraordinario no sucumba a la primacía de lo dicho, por muy notable e interesante que este sea abrevando en la ciénaga del mal. «La ética, pues, precediendo a la estética». Por eso, siendo que la ética sea también filosofía primera, se hace necesario recuperarla para la literatura. Porque la filosofía, como dice Miguel García Baró, tiene motivación en la vida como misterio, misterio que nos acompaña a todos, pero que no es solo y principalmente el misterio de la inevitable muerte ni el de ir muriéndose ora felices ora desgraciados: «Su verdadera motivación está en la doble experiencia del misterio del daño contra otros (y hasta contra mí mismo) y el amor. (...) Al vértigo personal y solitario sucede, en el origen del movimiento de la filosofía, no el quedarse maravillado ante las cosas, sino, más bien, como lo ha expresado con soberbia intensidad un discípulo de Husserl, Emmanuel Levinas, sobreviviente del Holocausto, la vergüenza».


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Algunas obras de referencia:


  • Del filósofo Miguel García-Baró: La filosofía como sábado, Del dolor, la verdad y el bien, De estética y mística, Sentir y pensar la vida y Husserl y Gadamer. Fenomenología y hermenéutica.
  • La publicación de Edith Stein «Sobre el problema de la empatía». 
  • Los escritos de Herman Cohen recogidos en el opúsculo «El prójimo».
  • Los siguientes trabajos de Henri Maldiney: «La estética de los ritmos», «Aîtres de la langue et demeures de la pensée » [Atrios de la lengua y moradas del pensamiento], «Art y existence» [Arte y existencia], L’Espace du livre [El espacio del libro], «L’Art, l’Éclair de l’être [El arte, destello del ser], «Avénement de l’oeuvre» [Acontecimiento de la obra] y «Existence, crise et création» [Existencia, crisis y creación].
  • De Miguel de Unamuno, el insoslayable Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos y algunos de sus ensayos sobre vida y literatura, vida y verdad, ideas y cultura, el escritor y el hombre, historia y novela, soledad y universalismo.  
  • Por otro lado, algunos trabajos de Emmanuel Levinas («La realidad y su sombra» y «La significación y el sentido») y de Maurice Blanchot («La ausencia del libro», el «Libro por venir» y los tres primeros capítulos de El espacio literario y Falsos pasos, La escritura del desastre
  • De Merleau Ponty, Lo visible y lo invisible, La prosa del mundo y Elogio de la filosofía y El lenguaje indirecto y las voces del silencio.  
  • De Claude Lefort, Écrire. À l’épreuve du politque (en castellano, El arte de escribir y lo político, traducción de algunos de sus capítulos y prólogo de Esteban Molina) y Les formes de l’histoire.   
  • Y de Walter Benjamin: Infancia en Berlín hacia 1900, Diario de Moscú, Calle de dirección única; además, «Sobre el programa de la filosofía futura», «El narrador», «Eduard Fuchs, coleccionista e historiador» y las tesis «Sobre el concepto de historia». Además, la introducción al Origen del drama barroco alemán
  • Por su parte, de Theodor Adorno, el prólogo y la introducción de Dialéctica negativa, Minima Moralia y Teoría estética
  • De Aurelio Arteta: La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha, La virtud de la mirada. Ensayo sobre la admiración moral, además de su trilogía Cuadernos de la vejez
  • De Reyes Mate: Memoria de Occidente, Heidegger y el judaísmo Y La tolerancia compasiva y Tratado de la injusticia
  • De Félix Ovejero, además de su artículo sobre Salón de pasos perdidos, un libro para que la cultura se mida a sí misma según lo que es preciso medir: El compromiso del creador.