viernes, 1 de octubre de 2010

Preámbulo 1

Aparcó en el lateral contiguo a la vía de circulación. Pensó que así le sería más cómodo cruzar hacia el lado opuesto de la avenida. Sólo tuvo que retroceder unos cuantos metros para dar con sus pies en medio del paso de cebra por el que los peatones deben transitar, si es que quieren llegar a la acera de enfrente. La señalización no era, en absoluto, garante de una travesía exitosa. Un ramo de flores, atado y colgando de uno de los semáforos que se levantan sobre la mediana, sirve no sólo para que los familiares testimonien el recuerdo de sus muertos, sino también para que los demás -los menos prójimos- no olviden que nunca están totalmente a salvo.
Las otras personas venían detrás de él. No las había visto, pero la intuición que golpea el alma lo puso en alerta. Miró con discreción hacia atrás, hasta que sus miradas se encontraron. Un saludo cordial, casi afectuoso diríase, fue el preludio de unas conversaciones que tendrían lugar durante los largos meses que siguieron a ese casual o casi predestinado encuentro. En seguida tuvo la sensación de que entre los dos hombres y aquella mujer existía una relación de balanceo sexual. Vistos así, aislados del resto, parecían dos espantajos de campo. Sus figuras resucitaban en la memoria antiguos jóvenes de Universidad, pero ya  habían superado, desde hacía baste tiempo, la edad de andar descalzos por la verde yerba del campus.
Con la mujer se topó, algunas semanas después, en la escalera que conduce a la tercera planta. En esa ocasión, como en la otra que se saludaron en el centro de esos pocos metros cuadrados que no se sabe bien si son una salita de espera o un saloncito de besos escupidos, volvió a tener la impresión de que, preferentemente, con el más viejo ella retozaba a empellones de síes y noes. Fue allí, en ese momento y en la gris sala de espera, donde tuvo lugar la pose más canallesca, ridícula y vergonzosa que presenciaría a lo largo de todo el proceso. De pie, y dejándose caer sobre uno de los laterales del marco  de la puerta de entrada, uno de aquellos amantes expresó, en un tono bobalicón, su maliciosa curiosidad por saber qué asunto le trajo hasta allí. Con el pecho apoyado en el dintel, los brazos por encima de la cabeza, y con ésta ligeramente inclinada hacia atrás, demandaba información. Toda su chulería lo mostró despojado de poder y le reveló como aquello que, en el fondo, siempre había sido: un despojo intrigante e instigador, una momia itinerante de palacio.