sábado, 6 de octubre de 2012

Espejismo de lo Real


Una madre llevó a su hijo de cinco años a ver salir la procesión del Corpus. El pequeño, en un principio, no quería ir, pues los juegos le auguraban una mañana más feliz y entretenida.  Pero la madre logró captar el interés del niño diciéndole que verían al Señor.

- ¡Anda, el Señor!  Mama, ¿de verdad  voy a ver al Señor?
- Sí, si eres bueno, lo vas a ver. Yo te tomaré en brazos y cuando el Señor salga de la iglesia lo verás.

Ya eran dos, pues, las promesas que despertaban otro deseo en el  pequeño: ver la cara del Señor y estar en los brazos de su madre. Pero aquel día aprendió que la verdad no coincide así como si nada con lo real. Aquel soleado día, comprobó que entre una y el otro se interpone el filtro de la realidad, de una opaca realidad simbólica.

Cuando llegaron a la puerta de la iglesia del pueblo, ya casi no había sitio para hacerse con un hueco desde el que presenciar la salida de la litúrgica procesión. Con su hijo en brazos, la mujer pudo al fin aproximarse a aquella puerta arqueada por la que saldrían los fieles en dos filas de a dos, una para las niñas y las mujeres, otra para los niños y los hombres. Detrás vendrían las autoridades portando ramas de palmera y rodeando al cura párroco.  Este aparecería, debajo de un palio sujeto a los extremos superiores de seis varales plateados, transportando la custodia de plata y cristal en la que se guardada la sagrada forma para su itinerante exposición pública.


- Ya, ya sale el Señor, ¿lo ves, hijo?
- No mama, no lo veo. ¿Dónde está?
- Aquí, ya está aquí delante.
- ¿Cuál de los hombres es?
- ¡Mama! ¡Que no lo veo!
- Psssss, bajito, que se ha parado. Mira,  el Señor es esa cosa redonda y blanca que se ve en el centro de lo que tiene el cura en las manos. ¿Lo ves ahora?
- Sí. ¿Pero eso es el Señor?
- Psssss, calla, calla.

La criatura no entendía nada y su madre lo bajó al suelo para hincarse de rodillas ante el paso  de la sagrada hostia. El niño levantó la cabeza, miró y sólo pudo ver las espaldas del párroco y de dos niños mayores que  vestían sotana negra y un roquete inmaculado, eran los monaguillos que portaban sendos cirios encendidos en señal de la presencia de Cristo.

Para cuando la madre y el hijo se levantaron, rodeados de otros feligreses, la comitiva se había perdido tras la esquina y avanzaba a través de las calles del pueblo. Estas habían sido adornadas  por devotas mujeres utilizando  serrín de diversos colores. El polvo de la madera estaba hábilmente extendido por el suelo, recreando diversas figuras geométricas que cubrían, de ese modo, buena parte del recorrido con llamativas vidrieras. Este festín de colores y de palmas verdes que cubría las calles, atrajo la triste mirada del pequeñuelo.

Regresaba a casa de la mano de su madre, caminaba meditabundo, sin preguntar nada, algo serio y apenado. Ella charlaba con otras madres que junto a sus hijos también volvían a sus hogares. Él no se retiraba del lado de ella, le apretaba con fuerza la mano, y cuando ambos cruzaron sus miradas, ya corrían por las mejillas del niño unas misteriosas lágrimas. Al caer estas al suelo, lo hicieron sobre una imagen colorida del rostro de Cristo construida sobre el suelo. Las lágrimas cayeron casualmente en la comisura de la boca cerrada de aquel rostro. Al extenderse, desplazaron el serrín, abriendo así un espacio entre los labios y causando la fugaz sensación de ver una tierna sonrisa en la sagrada faz. El niño siguió andando, con su madre, por las calles del pueblo, donde, como en tantos otros lugares, un jueves de cada año el tiempo y el espacio lo son como espejismo de lo real.