martes, 22 de octubre de 2013

Diálogo e independentismo.

Vuelvo a traer hoy el asunto de la embestida independentista llevada a cabo por el nacionalismo catalanista. Pero lo haré de una forma que pueda estimular la reflexión sobre un posible paralelismo entre quienes defienden el diálogo como única vía de solución a eso que algunos llaman la aventura soberanista de Artur Mas y aquellos que en su día también abogaban por el diálogo como única forma de afrontar lo que se conoció como el plan de Ibarretxe. Como medio para alcanzar este objetivo, de reactivar el pensamiento ubicando el presente en el pasado inmediato, he traído el texto de una carta que envié a un periódico para comentar un artículo de Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón que se publicó en ese medio con fecha 2 de octubre del año 2002 y que estuvo dedicado al plan presentado por el entonces Lehendakari. En mi carta, que no fue publicada, dicho sea, escribí lo que sigue:

«El señor Herrero declara, al final de su artículo, que no sabe cuál es el propósito del lehendakari, pero ello no le parece obstáculo digno de tener en cuenta para fundamentar su propuesta de diálogo y de negociación, esa que debería seguir quien se precie de ser estadista español. ¿Por qué no es obstáculo? Porque según este académico el verdadero diálogo exige el cumplimento de "la regla ignaciana": "tomar en el mejor de los sentidos la proposición del otro" (en este caso la de Ibarretxe) y hacerlo "cualquiera que sea su intención final". En el fondo, no es preciso tener en cuenta la intención del hablante porque lo que vale es creerse ignacianamente que el lehendakari respeta la Constitución sólo porque así lo declara, aunque el resto de su plan no lo evidencie. Desde luego, a mí no me cabe la menor duda de que estamos ante la restauración de esa especie de fiducia semántica, teologización política del principio de caridad lingüística, basada en una concepción naturalista del lenguaje según la cual para aceptar la verdad de una proposición basta con que esta sea proferida. Es por ello que, en una especie de magia fenomenológica, debamos poner entre paréntesis todo lo demás, pues se trata sólo de tecnicismos o nominalismos que en ningún caso nos deben llevar a vulnerar la regla de la santa "pedagogía de la comprensión". Vamos que si el lehendakari ha declarado que su plan es respetuoso con el procedimiento y con la sustancia de la Constitución, entonces es que lo es, y si el contenido del plan lo desmiente, entonces hay que decir que ese contenido nada tiene que ver ni con el procedimiento ni con la sustancia de la democracia "pese a la misma Constitución". 
No deberíamos creer que esta posición teórica de Herrero de Miñón nace de un idealismo ingenuo; antes bien, esta apariencia de ingenuidad no es sino barniz dialógico para una teología política que tiene su fuente en el viejo realismo político, que sólo en apariencia democrática tiene algo que ver con la defensa de la Constitución. Es por ello que el autor del artículo justifica la exigencia de una nueva "formula de autogobierno" en la "fuerza normativa de los hechos" (claro, Herrero de Miñón se cuida muy mucho de decir que la fuerza de los hechos procede de los asesinatos, de los secuestros y de las extorsiones) y no en la fuerza normativa de la Constitución, porque ello le obligaría a reconocer que las cuestiones relativas al poder judicial, a la Seguridad Social y a la soberanía no son meras cuestiones técnicas o nominales, sino consustancialmente constitucionales y no meramente asuntos de Administración, pese a lo que astutamente digan los nuevos discursos schmittianos bajo la etiqueta de "constitucionalismo útil". 
Las propuestas de más autogobierno se deben basar en el cumplimiento, en el desarrollo y hasta en la reforma de la Constitución, pero no en la fuerza normativa de los hechos que sólo lleva a la independencia estatal o a sus eufemismos.»