domingo, 13 de marzo de 2016

El sueño de la vana gravedad

Anoche, tuve un sueño: mi madre regresaba de los cielos y yo volvía a mi niñez. He soñado que yo estaba acostado en mi cama y que ella, sentada a mi lado, para dormirme, me leía la «Vida de Don Quijote y Sancho», la contada por Unamuno. Soñé que me dormí al acabar ella de leerme estas líneas: 


«…, mas es el caso que se cierne sobre nuestra pobre patria una atmósfera abochornada de gravedad abrumadora. Por dondequiera, hombres graves, enormemente graves, graves hasta la estupidez. Enseñan con gravedad, predican con gravedad, mienten con gravedad, engañan con gravedad, disputan con gravedad, juegan y ríen con gravedad, faltan con gravedad a su palabra, y hasta eso que llaman informalidad y lijereza son la lijereza e informalidad más graves que se conocen.» 


Y así, de resultas, a su vez, he soñado que dormido junto a mi madre, soñé también este otro sueño dentro del sueño que tuve anoche:


Marchaba yo a la grupa con Don Quijote en su Rocinante. Él se reía a carcajadas y detuvo a su heroico caballo sobre la piel de toro. Hizo que el animal hincara una de sus patas traseras en tierras de Galicia y que la otra la posase firme cerca del cabo de Gata en Almería; a la vez, el rocín apoyó la pata delantera izquierda en la playa de «La Concha» en San Sebastián, y la derecha la hundió en el delta del Ebro. De este modo, el caballo revoloteaba la cola por lo alto de Doñana y movía su cabeza de un lado a otro de los Pirineos. 


De súbito, Rocinante comenzó a dar unos enormes relinchos y a  miccionar profusamente y a defecar, como si dijéramos, a destajo. Yo miré hacia abajo y fue entonces cuando me di cuenta: todos los orines y heces del caballo caían torrencialmente sobre la insultante gravedad que aqueja a estos tantos personajes (¡muy graves!) que se tienen por el todo. El bravo caballo, con un gozo sin par, se desahogaba en cascada sobre el postín que ellos se dan en cuanto dicen y hacen. Con largura y profundidad, el animal lo hacía sobre la manera que esos graves de por aquí elevan a enésima potencia su presuntuosa importancia, transcendencia, su seriedad o afectada significación. 


Yo, aún dormido junto a mi madre, que allí estaba no muerta, continué soñando. Y Rocinante no se detuvo en sus necesidades hasta que dejó bien empapado y pringado el pretencioso caché y el supuesto relieve de todos esos que hoy se nos revisten de suprema jerarquía, condición, dignidad y categoría. Fatuidad de fatuidades y todos fatuidad. 


Fue entonces, al terminar su caballo, aquella fiel montura, de abonar nuestra fatua tierra, que Don Quijote me habló y dijo: «Bien, pequeñuelo, se rompió el hechizo, arreglado queda el entuerto de la arrogante gravedad. Ahora he de continuar mi camino hasta el centro de Europa, donde debo acudir para socorrer a miles de refugiados». Dicho esto, me agarró con delicadeza del brazo derecho y me bajó de Rocinante, quedándome de pie en todo lo alto de «El Yelmo», un pico de la Sierra de Segura en Jaén. Y continué soñando: desde la cumbre observaba cómo Don Quijote se iba alejando hacia el horizonte del tiempo. 


Cuando ya los perdí de vista, fue la hora de soñar que me despertaba. Mi madre seguía con el libro de don Miguel; y yo le pedí que me leyese el episodio de Clavileño. Pero en ese mismo momento, me volví a despertar, esta vez del todo, o sea, de mi primer sueño. Mi madre había vuelto a sus cielos y yo me encontraba de nuevo en el zaguán de la vejez. Un cuaderno de notas estaba sobre la mesita de noche. Todas las hojas estaban en blanco, salvo la última, en la que había algo escrito: «¿Serán nuestros sueños en vano? ¿Vencidos los sueños antes de despertar?».


(tvb)