Narrar, aprender y
enseñar la vida moral. Vericuetos y recorridos de la virtud. Hacer el bien,
hacérselo a uno mismo y a los otros.
Todos los años, por el
día de «La Purísima», él me cuenta lo mismo: «Tu abuelo Concepción siempre
mataba el 8 de diciembre. En casa de los otros abuelos, de mis padres, unos
días antes o unos días después, pero en su casa siempre se hacía la matanza esa
día».
En efecto, mi padre me
cuenta algo con fijación, sin falta, cuando llega la fecha en que eso tuvo
lugar invariablemente en el pasado. Sin embargo, cada vez que me lo cuenta,
también añade algo nuevo: al hecho que suele aparecer como lo principal de su
repetida historia, le añade un dato cada año, como si con este deseara narrar
una idea con la que infundir sentido humano a la vida que aún nos queda por
vivir. Y aunque alguna vez no aumente el contenido de lo narrado, le basta
cambiar el acento o el tono de lo dicho para así describir un aspecto distinto.
Es como si quisiera decirme, a su manera, que no se me ocurra ninguna reflexión
ética que no tenga asiento en la voluntad de reparar las vidas dañadas, en la
voluntad de hacernos mejores como humanos.
Este año, la narración de
la matanza del cerdo ha sido más o menos así: «El gorrino, que era del destete,
lo compraba la gente para la feria [finales de septiembre, festividad de San
Miguel]. Y después de un año, al llegar este día, es cuando lo mataba siempre
tu abuelo Concepción. Nosotros también por esa fecha más o menos. Así que
durante un par de meses se juntaban en la chiquera el gorrino grande con el
gorrino chico, porque este se compraba antes de matar al otro. Y había gente
que para que el grande no mordiera ni le hiciera daño al chico le pegaba con
una vara cuando lo atacaba. Pero nosotros no le pegábamos nunca. Lo que
hacíamos era echarle al gorrino viejo, por la noche, un cubo de agua fría por
el cuerpo. Así, para calentarse, buscaba al chico y se apegaba a él sin hacerle
daño. Y el gorrinete perdía el miedo y se arrimaba también a él para
resguardarse.»
Preguntándole yo por qué
ellos no golpeaban al animal para enseñarle a que no atacara al pequeño, me
dice: «Porque yo oía a algunas personas que venían a la barbería y hablaban
unas con otras que era mejor no pegarle y echarle el cubo de agua fría. Así el
gorrino viejo aprendía antes y se ponía menos furioso. Y además, que era
lástima pegarle a un animal sin necesidad. Con lo del agua, pasados unos días,
ya se querían uno al otro».
Así pues, por lo pronto, y
dado que aprendemos para la vida y no para escuela (“no scholae sed vitae”), he
contado lo que se me ha dicho (“relata refero”): lo primero es no causar daño
(“primum non nocere”). No siempre lo conseguimos aunque sí lo pretendamos. Pero
esto es también parte de nuestra accidentada y abierta historia moral.
(tvb)