Oh vosotros, hermanos humanos y futuros cadáveres, tened piedad los unos de los otros, piedad de vuestros hermanos en la muerte, piedad de todos vuestros hermanos en la muerte, piedad de los malvados que os han hecho sufrir, y perdonadles porque conocerán los terrores del valle de la sombra de la muerte, y tienen derechos sobre vosotros, derechos augustos de los futuros agonizantes, tened piedad de ellos, piedad de vuestros hermanos en la muerte, piedad de todos vuestros hermanos en la muerte, piedad de su agonía cierta, dama de honor de su muerte garantizada, muerte que también será vuestra, y sus manos y vuestras manos se agarrarán a las sábanas y las rechazarán y las retorcerán espantosamente en un último esfuerzo por vivir, por seguir viviendo, por seguir respirando, por respirar una vez más. Tened piedad los unos de los otros, piedad de vuestras muertes comunes, y que de esta piedad del prójimo y de su muerte cierta, piedad de nuestra común desdicha y destino, que de esa sola piedad nazca al fin una humilde bondad, más verdadera y más grave que el amor presuntuoso al prójimo, una bondad de justicia, porque es justo tener piedad de la desdicha de un futuro agonizante.
(Albert Cohen, Oh vosotros, hermanos humanos)