Los muy laicos sacerdotes y sacerdotisas de esta farsa política que a diario nos ofrecen desde sus atriles, en compañía de su pagano coro de teólogos y teólogas, nos cuentan y cuentan cuentos a los que pretenden elevar a la categoría de texto sagrado pinzándoles la mercantil etiqueta de la marca "democracia". Pero, en verdad, ¿de qué democracia pueden hablarnos quienes debieran responder con argumentaciones y sólo lo hacen con ocurrencias más o menos chistosas que les servirán para ser aclamados cesarista y sectariamente ante la prevista muerte del laico papa? Que quien interroga sea imbécil, malvado u orate, no es razón para obviar que quienes esperan democrática respuesta son ciudadanos a los que se les deben razones que, en el menor de los casos, saquen a la luz la imbecilidad, la maldad o la locura de quien parlamentariamente interroga. Lo otro, lo fácil y sacerdotal, es echarse para atrás la casulla y dejar que todo el corifeo de fans-creyentes se agarren a sus dorados bordes para ser transportados por los aires del nuevo cielo. Eso sí, cuando se les recuerda que la democracia es mucho más que un ademán propagandístico, mucho más que mero procedimiento formalista, rápidamente se desmarcan de lo sustancial de la propia democracia, de lo que de verdad hace que esta sea fuente de poder legítimo. ¿Qué decir de esa su certeza y fiducia laica que les hace sentar cátedra cuando afirman la radical heterogeneidad entre derecho y moral? Pues eso, que cuando hablaban de la separación entre "iglesia" y "Estado" lo que de verdad buscaban era la aniquilación de todo vestigio moral en el derecho y en la política. Y claro, luego quieren hacernos creer que están trabajando en favor de la sustancia moral de la democracia, esa que debería estar brillando en la profanada educación para la ciudadanía.