sábado, 13 de julio de 2019

«KAIRÓS Y JUSTO A TIEMPO»


JUSTO A TIEMPO (de Tomás Valladolid Torres)

Flanqueadas por cipreses
descansan las palabras
de nuestros silencios.

Vencido contemplo la piedra.
Mi mano ausente sobre el mármol
recorre tu nombre y tus años.
Frío en el espíritu,
y el ahogado hilo de un quejido
diseminado en el manantial
de la melancolía.

En este aciago momento,
tras los ecos del otoño,
pienso en lo que callamos,
nosotros ya siempre tarde.
Y aunque pudimos cambiarlo,
nunca supimos estar
tú en mí, yo en ti, justo a tiempo. 


(Tomás Valladolid Torres) 



Nota:

Mi hijo mayor me envía este poema que ha compuesto últimamente. Lo comparto aquí con la lógica y mayúscula satisfacción de padre, pero también con una inmensa fruición poética. Pero no solo me causa emoción lectora, sino que me levanta el pensamiento, me amplía la vital comprensión de palabras y conceptos. En concreto, me ha devuelto a un pasaje del libro en que Giacomo Marramao expuso sus ideas sobre el tiempo oportuno («Kairós«). La bella e inquietante poesía de Tomás Valladolid Torres, me ha remitido a ese corte de sentido que puede conferirse al lenguaje en su relación con el tiempo. 

En referencia al silencio con el que Wittgenstein concluyó su «Tractatus», Marramao escribió lo siguiente: «No es, en realidad, el abismo de silencio que precede y circunscribe al lenguaje-mundo, sino una palabra paradójica, una palabra que viene después del lenguaje, después de haber experimentado hasta las últimas consecuencias el potencial expresivo de todas las palabras». Incluso de las palabras que no se pronunciaron ni se pronunciarán jamás, añade uno. 

Me van a perdonar el lujo, pero más allá del sentimiento de padre, este poema de Valladolid Torres me parece magnífico, muy significativo de una poética del extra/ordinario «kairós», del imposible «justo a tiempo». Una poética que se expone en los inquietantes límites del decir, de la ausencia y la espera de una palabra dicha a tiempo, en la irreversible o irreparable naturaleza temporal del lenguaje, de la muerte que acompaña a las personas gramaticales y que por eso las mantiene vivas en su existir. 

El lamento de un decir que se desdice por inoportuno e inapropiado. De la inquietud de un decir que nunca podrá ser dicho «justo a tiempo». ¿Cabe mayor decepción para el ser humano y, a la vez, mayor esperanza que el decir mismo de la palabra poética? No es el amor el que decepciona, es la decepción de todo decir la que funda el amor entre los hablantes, la que los hace amantes. 

Por esto, quienes divinizan su lengua (propia que no apropiada, pues esta es imposible) cometen la mayor de las violencias, la violencia que sacraliza la perversión de los límites, es decir, que levanta fronteras, impidiendo que florezca el amor de los hablantes (igual de decepcionados y decepcionantes) allá donde es el vértigo del límite, la brecha que abre la palabra («libertad») que nos inquieta y nos hace hablar. 


(tvb)