jueves, 5 de mayo de 2011

Sigue la adivinanza: ¿Quién es el hombre del poder en la panza?

Y nuestros príncipes actuales son poco virtuosos. Si la ejemplaridad fue un criterio del leadership político, esto ya no es el caso. La edad presente está por la contra-ejemplaridad, la última palabra de la historia del individualismo. El príncipe virtuoso sabía volver la fortuna favorable y crear una pragmática de lo político. Transformar el destino en oportunidad, he aquí el asunto de la valentía. A la inversa, el líder contra-ejemplar, contentándose con una pragmática del poder, comunica groseramente, maquilla la fortuna haciendo así creer en su bondad y oculta, por esto mismo, el sentido y la operatividad de la virtud. (…)
En fin, la contra-ejemplaridad, fruto de la llegada del individuo liberado de sus complejos, o sea, esa nueva modalidad de leadership político, pone en exergo un comportamiento pronoico, lo contrario de la paranoia, a saber, el sentimiento de contento de sí mismo, de un yo que se vive como clave optimizante del sistema, apreciado por todos, el que es tan esperado y tan tenido en cuenta, el que aclara allí donde los demás están nerviosos. Es, por lo demás, un aspecto más bien simpático de la cosa, hasta que vira hacia lo patético. Pues el pronoico, mediocre entre los mediocres, está convencido de su carácter excepcional. Por ello, ve siempre los momentos excepcionales de manera particular en el relato que hace de ellos. Es el que lleva la voz cantante, el que anima, el que soluciona los problemas. Antes de él, no había ni fiesta ni destino. Una vez más, el histrión no tiene el carisma incivil del hombre malvado. Él es lo ordinario hecho rey, el que inventa o cambia la regla, pero nunca la sigue, el ideal de los yo infantiles, su primer fantasma elevado al rango de príncipes… Y si no es directamente perverso, sin embargo, el histrión construye procesos perversos en los que el otro sólo está presente a título de espectador de su éxito. Primera etapa de una desustancialización que piensa hacerle sufrir bastante. En un primer momento, lo convierte en espectador, en consecuencia, le confisca su poder de actuar para luego manipularle mejor. (…) Representarse a los otros como no esenciales por sí mismos y de utilidad como instrumentos puede volverse también propiedad de las repúblicas democráticas, presas de sus propios demonios.
La contra-ejemplaridad parodia la valentía política más que negarla. Al contrario, a menudo reivindica su filiación. Y con frecuencia sabe crear avatares poco fáciles de deconstruir y desmitificar. No se es valiente porque se hace-alguna-cosa-que-todo-el-mundo-gustaría-hacer. (…) Atreverse a ser todo poderoso no es sinónimo de valentía. La ausencia de límites no es signo de superación de sí mismo. La falsificación tiene lugar aquí, confundiendo el deseo individual y la búsqueda del bien colectivo, haciendo del exclusivo deseo personal un deseo para todos. El líder político, encarnando de este modo una especie de homo democraticus máximo, practica de facto la confusión. Y la astucia de la razón cede su lugar a la astucia de la comunicación. Él será, a los ojos de todos, el hombre valiente, el que se atreve, mientras que en realidad sólo es un avatar, su versión libre de complejos y sofisticada.

(Cynthia Fleury, La fin du courage)