lunes, 21 de diciembre de 2015

GEOMETRÍA POSELECTORAL

En el frontispicio de la Academia de Platón, se advertía de que no entrasen en ella quienes no supiesen geometría. Como requisito de entrada a unas Cortes, esa condición platónica no sería de recibo. Sin embargo, para el funcionamiento de la cosa, convendría que algunos muchos se apuntasen a una academia de matemáticas.

Es cierto que 69 es una buena posición del actual camasutra político, pero no es LA posición, pues hay otras incluso mejores. Además, en la geometría poselectoral, nuestra erótica del poder es tanto congresual como senatorial. Y esto quiere decir que, para resolver la superficie ejecutiva, en aritmética no solo se opera con números enteros, sino también con números fraccionarios (2/3; 3/5). Y cuando se aspira a reformar el sistema, la suma de fracciones exige saber hallar el denominador común, aún más si lo que se pretende es cambiarlo. Y todo esto sin olvidarse de que, para una óptima simplificación de resultados, habrá que estar ducho en los asuntos del mínimo común múltiplo y del máximo común divisor. Y es que hay un clase de números, los números decimales nacionalistas, que siguen siendo claves, más aún que cuando eran los viejos tiempos del encastado bipartidismo. Y en eso de los números nacionalistas, todo parece seguir su propia huella. Con los nacionalismos, siempre impera el bipartidismo: ellos y todos los demás según turnos, sean estos dos o más de dos.

Por tanto, para construir una cultura de democracia dialógica, no bastará saber cuantificar, pues el chalaneo y la negociación, así como el mero pacto o la coalición, no son por sí mismos acuerdos fundados en el interés general o el denominador común. El ideal democrático incluye un plus de eros político que no cabe en la simple erótica del poder. En él radica la grandeza de la incertidumbre democrática, que en ningún caso es lo mismo que la interesada inestabilidad de gobiernos y parlamentos.


Y ese plus, además, es el que impide que algunos muchos -en sí mismos minoría- se arroguen con legitimidad ser la auténtica representación de la victoria del «pueblo». Este, como el poder democrático, es representado en fracciones, pero es infigurable, es decir, no hay figura numérica ni fracción únicas que lo sustancie. Y quien lo pretenda para sí, quien se apropie del orgullo de pueblo, se deslegitima, por muy 69 veces 69 que él sea. El pueblo, en democracia, es lo inapropiable, lo impropio, y por eso es la idea reguladora del denominador común. Y ninguna fracción en suma es su fiel representación. Y quien dice pueblo, dice gente, dice sociedad, etc. Y por cómo lo dicen algunos muchos, eso que dicen no tiene mucho de nuevo ni de regeneración. Y es que hay algo peor que una mayoría absoluta, a saber, la minoría que quiere ser absoluta.