lunes, 6 de junio de 2016

LOS ÍDOLOS DEPORTIVOS ... Y UNA FLOR.

El 7 de marzo de 1971, en el campeonato de Liga de España, el Athletic de Bilbao perdió frente al Real Madrid por 0-1 en el estadio «San Mamés». El guardameta del Athletic era Jose Ángel IRIBAR, apodado «El Chopo», uno de los tres ídolos deportivos que tuve en mi pre-adolescencia. Tres días más tarde, el 10 de marzo, el Real Madrid fue derrotado 1-0 por el Cardiff galés en la Recopa europea. [La edición 1970-71 de la Copa de Europa (actual Liga de Campeones) la jugó el Atlético Madrid, que había quedado campeón de la Liga española en la temporada anterior 1969-70, con un final muy emocionante en su mano a mano contra el Athletic de mi ídolo IRIBAR. El Real Madrid quedó relegado a jugar la Recopa 70-71 al haber sido campeón de Copa (aún no del Rey, sino del Generalísimo) en su edición del 69-70.] La Liga de esa temporada 70-71 fue a engrosar las vitrinas del Valencia CF, quien dejó con la miel en los labios al At. Madrid y, sobre todo, al FC. Barcelona. Este, sin embargo, se desquitaría al proclamarse campeón de Copa el 4 de julio de 1971 ante el mismo Valencia CF. El FC. Barcelona no había ganado la Liga desde la temporada 1958-59 -año de mi nacimiento-, la cual sí pudo conquistarla en la temporada 73-74, algo que ocurrió debido a la llegada de Johan CRUYFF al equipo barcelonés. CRUIFF fue mi segundo ídolo deportivo, y que falleció el pasado 24 de marzo.

Tanto IRIBAR, que sigue vivo, como CRUIFF, una vez transcurridos unos poquitos años, perdieron para mí su natural consideración de «idola». En su día, me decepcionaron -en grado distinto cada uno- a causa de la cosa pública. Lo cual no significa que no conservase con emoción -incluso, hasta hoy- el recuerdo de aquellos valores que de niño descubrí en tan excelentes deportistas. Había algo en la elegancia deportiva, en la esbelta figura de aquel portero y de aquel delantero, que me transportaba desde la estética y la habilidad en el juego a otros dominios de la belleza ética de lo humano. Pero ya nunca más, después de mi tardo-infancia, tuve ídolos, aunque sí personas a las que he admirado profundamente. ¿Y mi tercer ídolo de aquel tiempo de comienzos de los 70? Mi tercer ídolo deportivo, el primero y más grande entre los tres, fue el boxeador Muhammad ALI, también de nombre CASSIUS CLAY.

El 8 de marzo de 1971, al día siguiente de perder el Athletic de mi admirado IRIBAR, mi «hyper» admirado ALI perdió su primer combate y lo hizo contra quien en ese momento era campeón del mundo de los pesos pesados, el boxeador Joe Frazier. A ALI se le había despojado, unos años antes, de su indiscutible título de campeón. Su negativa a alistarse en la fuerzas armadas estadounidenses y, por tanto, su oposición a combatir en la guerra de Vietnam, le supuso la condena en prisión y la prohibición de participar en combates de boxeo: si no combates en Vietnam, no combatirás en ningún sitio. Pero ALI siguió combatiendo otros «combates» y, finalmente, también volvió a los cuadriláteros. Esperábamos su vuelta, su retorno victorioso. Sin embargo, aquel 8 de marzo de 1971 ocurrió una dolorosa derrota. Y hubimos de esperar un tiempo, para verle recuperar su título de campeón, el cual conquistó, reconquistó y perdió a lo largo de su posterior carrera pugilística. ALI fue y es reconocido, casi por unanimidad, como el mejor boxeador de toda la historia de ese duro y, muchas veces, cruel deporte.

Su derrota del 8 de marzo sumió en un estado de tristeza y le desbarató muchos de sus esquemas a aquel niño que yo era en 1971. Los días siguientes al combate los recuerdo como días muy tristes, muy negros, días en los que me asomaba a los periódicos buscando una explicación, una justificación, una flor de esperanza perdida en alguna parte de la lona en la que había ido a parar el cuerpo de mi ídolo, el alma de aquel niño. Y vaya que si la encontré: ALI dejó de ser un ídolo para hacerse mucho más, para resurgir ante mi mirada como quien se levanta, reconoce sus debilidades y se dirige hacia sí para superarse y recuperar el sendero. La información del diario MARCA, que yo leía en la peluquería de mi padre, y del diario ABC, que podía leer en el casino del pueblo, con complice permiso del conserje, me fueron dibujando el perfil claro de aquella flor que tanto necesitaba mi alma de niño, dañada en su «hyper» admiración hacia aquel deportista. La flor no era otra que la de una rocosa debilidad que hace más fuerte al tallo en su florido reverdecer. El niño, claro está, no tenía aún palabras para expresar lo que en esos días fue intuyendo, pero la flor a la que no sabía aún expresar, se le presentaba clara y fuerte en su debilidad, en su promesa de renovada esperanza. Y así fue cómo la realidad fue confirmándolo con el paso de los años. Aunque no sin dudas ni incertidumbres, no sin retrocesos y recaídas. Pero al final, incluso la enfermedad -debilidad de debilidades- se mostró -en el ídolo- como una fuente de vida que se rebela, que se resiste a la quiebra que un día tras otro amenaza con imponerse. Resistir, aunque al final la muerte -que no la enfermedad- acabe venciendo.

Hace dos días, el 3 de junio, ALI ha fallecido, se ha marchado del ring de la vida, sin que su baile de piernas ni las fintas de su cintura hayan podido esquivar el último golpe con el que la muerte siempre vence al púgil humano. ALI, no obstante, se puso los guantes de la memoria, subió al cuadrilátero de los símbolos; y allí es donde lo sigo viendo, donde continuo admirándolo y donde le rindo tributo por su combate contra la violación de los derechos humanos. Y es que la caída de los ídolos, cuando no ha mediado la idolatría, sino la admiración por los valores universales que un ser singular nos deja percibir en su excelencia, no nos causa desilusión, desencanto o desánimo, sino amor al ser humano en su frágil y, a la vez, fuerte condición. Allí donde el ídolo singular se trasforma, vive una metamorfosis más profunda, como la que ALI pudo experimentar en su existencia de triunfos, derrotas y enfermedad, allí es donde la caída del ídolo no significa la muerte de los dioses, sino la resurrección de los dignos seres humanos. Descanse en paz. Y uno, por lo que a mí hace, aquí sigue, asido con razonable esperanza a la vida digna. Y, por supuesto, con el deseo de que tardar muchísimo tiempo -si es que he de hacerlo- en escribir aquí -u otro lugar- con motivo del fallecimiento del único ídolo deportivo de mi infancia que aún resta vivo. Salud, vida digna y larga. Fuerte abrazo.


(tvb)