LITURGIA DE LA PALABRA BELLA, PALABRA DE ESPERANZA Y
VERDAD.
De
vez en cuando, se vuelve uno a encontrar con palabras cuyo primer
efecto, al leerlas, es un sentimiento de admiración y gratitud. Con
esta clase de palabras, comprobamos que la belleza de la escritura
puede ser un modo de sobreponerse, si no es también de ir venciendo
a lo terrible que esa escritura expresa. Tales palabras, leídas en
la actualidad, vienen a reforzar el sentido de otras que ya leímos
en otros días.
Palabras
todas ellas, las del hoy y las del ayer, con referencia a lo terrible
y temible, a lo que es muy difícil o casi imposible de tolerar.
Palabras bellas y palabras sobre la belleza de las palabras. Unas y
otras vienen a recordarnos, en el quedo a quedo de la voz, cuál ha
de ser el sentido de la cultura -del arte de la palabra creativa-
cuando llega el tiempo de lo espantoso, lo atroz y lo infame.
En
esos momentos, a los que Levinas llamó «los agujeros de la
historia» y «las horas sordas de una noche sin horas», lo que
tiene valor estético y moral son esas palabras bellas. Estas se
escriben no para la «adquisición de méritos» ni por un radical
«nihilismo», sino por relación directa con el otro -que en esos
casos también viene a ser quien las escribe-. Pero una relación con
la delicadeza moral de «alcanzarlo sin tocarlo», con la «paciencia»
de una vitalidad renovada en medio del horror. Esas palabras bellas,
muy bellas, bellas en extremo, pronunciadas en el centro de algo
extremo que se nos da a conocer, son «distintas a la vez de juegos y
de cálculos». Esas palabras son de una generosa «liturgia» que
solo ofician las personas dotadas de alma bella y plena en bondad.
Personas que ante la amenazante «escatología sin esperanza» para
sí mismas o para su tiempo, pronuncian palabras de hermosa esperanza
para otros y para otro tiempo que no sea solo el presente. ¿Quién
puede nombrar al otro y al tiempo futuro del otro cuando parece que
se nombra a sí mismo y a su momento? Ese «quien» no es un héroe,
no es un genio, no es un santo. Ese «quien» tampoco es una simple
buena persona, sino que es una persona buena, de palabras bellas
pronunciadas en verdad y con veracidad.
Dichosos
quienes escuchamos o leemos palabras de una persona de ese calibre
moral y estético. Dichosos, admirados y agradecidos hemos de estar
por esas palabras que han sido escritas allí donde (a primera o a
última hora, y entre horas) son muy a menudo -y para muchas
personas- las horas sordas de un día y de una noche sin horas.
Gratitud, admiración y dicha al constatar cómo se nos va haciendo
bella la verdad que nos legó el poeta Goethe: la esperanza solo no
es dada para quienes no la tienen. Una verdad anómala en el
proceder de una verdad imposible. Y es ahí donde hay vida, en esa verdad, la de
esas bellas palabras, la de esas personas buenas que ofician la
liturgia que, según Levinas, es la ética misma. Y es ahí, en esa
verdad recóndita en los agujeros sombríos de la historia, donde
brota la amistad como virtud que compendia la conmiseración, la
congratulación, la admiración y la gratitud, sin las cuales no es
posible la dicha. Y es entonces, en amistad y por amistad, que
alguien puede atreverse a mirar hacia lo alto y, no sin un debido pudor moral y
estético, escribir:
A nosotros, yendo junto al amigo
por las viejas calles del nuevo suelo,
contra todo se nos murió el laurel,
se alzó la copa verde de un ciprés;
Habló
Hiperión, para decir con fe
que
solo el amor engendró este mundo;
para
gritar con su firme esperanza
que por la amistad lo hará renacer.
...
Y bajo los cielos de nuestras tierras,
miraremos
el cielo de las vuestras.
(tvb)