Toda Constitución debe ser expresión de la permanente reconstitución política de un sujeto colectivo que vuelve posible el hacerse progresivo de dicho sujeto y de los sujetos que lo constituyen. De ahí que toda Constitución no deba valorar el presente y el futuro como exclusivas marcas extremas de su intervalo temporal, sino que –antes bien- deberá encontrar su sostén en el tiempo pretérito que va acumulándose con el devenir del infieri constitucional. Por esto mismo, toda Constitución debería ser leída como una oración fúnebre o un epitafio donde la primera palabra es la de los muertos. Una Constitución, para ser moralmente democrática, debe ser considerada como un testamento en el que se recoge como herencia el testigo dejado por quienes han ido sufriendo injusticias.