Seremos libres cuando, en ciertas cuestiones, la sociedad o el Estado se metan su lengua legitimadora de la autonomía personal en esos pliegues donde mejor esconden la roña autoritaria. Es decir, que seremos libres cuando de una vez por todas se mantengan al margen de algo en lo que no deben meterse, ni para instituirlo ni para reconocerlo.
¿Qué pinta la sociedad o el Estado en la sanción, legitimación o reconocimiento de una relación matrimonial que con sólo serlo de hecho no es que funde derecho, sino que nace de éste, sin que deba ser confundido con la ley? El matrimonio es un asunto de dos (o más) a cuyo acto de creación o institución pueden esos dos (o esos más) invitar a cuantas personas quieran. Ahora bien, dicha invitación sólo significa compartir, en un acto simbólico, un momento de la vida común con cuantas personas consideren o estimen conveniente, oportuno, feliz, rentable, etc. Por esto, convertir la autonomía personal (del acto matrimonial) en objeto de reconocimiento de la voluntad general no es abrir la puerta a la libertad, como piensan algunos, sino todo lo contrario. Bajo el sacrosanto nombre de libertades instauradas por la más sacrosanta voluntad general, se suele fusionar lo privado con lo público y, de esto modo, tenemos lo más putativo de lo putativo, o sea, la libertad que lo parece, pero no lo es. No obstante, ya se encargan esos casamenteros oficiales (los nuevos sacerdotes, muy laicos ellos) y sus ideólogos (muy constitucionalistas estos) de dictarnos que el robo de la libertad es la verdadera libertad. En fin, no hay nada como la magia que transforma la voluntad del general en voluntad general. Y no debemos engañarnos, pues generales los hay en democracia, y muchos, aunque van vestidos por lo civil.
¿Qué pinta la sociedad o el Estado en la sanción, legitimación o reconocimiento de una relación matrimonial que con sólo serlo de hecho no es que funde derecho, sino que nace de éste, sin que deba ser confundido con la ley? El matrimonio es un asunto de dos (o más) a cuyo acto de creación o institución pueden esos dos (o esos más) invitar a cuantas personas quieran. Ahora bien, dicha invitación sólo significa compartir, en un acto simbólico, un momento de la vida común con cuantas personas consideren o estimen conveniente, oportuno, feliz, rentable, etc. Por esto, convertir la autonomía personal (del acto matrimonial) en objeto de reconocimiento de la voluntad general no es abrir la puerta a la libertad, como piensan algunos, sino todo lo contrario. Bajo el sacrosanto nombre de libertades instauradas por la más sacrosanta voluntad general, se suele fusionar lo privado con lo público y, de esto modo, tenemos lo más putativo de lo putativo, o sea, la libertad que lo parece, pero no lo es. No obstante, ya se encargan esos casamenteros oficiales (los nuevos sacerdotes, muy laicos ellos) y sus ideólogos (muy constitucionalistas estos) de dictarnos que el robo de la libertad es la verdadera libertad. En fin, no hay nada como la magia que transforma la voluntad del general en voluntad general. Y no debemos engañarnos, pues generales los hay en democracia, y muchos, aunque van vestidos por lo civil.
Si las parejas de hecho tienen derechos, ¿por qué han de registrarse (modo ladino de convertir el hecho en algo de derecho) para satisfacerlos? ¿Por qué no basta la sencilla constatación, testimonial de la autoridad o de la vecindad en acta notarial? Porque la voluntad del general y de lo general no se contentan con constatar hechos que nacen de un derecho al margen de esas mismas voluntades o leyes que lo son. Esas voluntades exigen, por su propia naturaleza, sumisión y más sumisión; esa es su misión, y la nuestra declararlo, máxime cuando el dominio está astutamente travestido de libertad. La ley funciona pareciendo un reflejo del derecho, pero no, en realidad procede de la voluntad de fundarlo. He aquí el espejismo que nos confunde en ese desierto que se forma al tomar en vano el nombre de la democracia.