Cuando Alejandro y Aurora llegaron a la estación de ferrocarril, de aquel pueblo asentado en las montañas, estaban a punto de ver frustradas todas sus esperanzas de subirse al tren que les llevaría de regreso a la ciudad. Un mensaje telemático informó, diez minutos antes de la salida prevista para el transmontano, del hundimiento de uno de los viejos puentes de madera que atravesaban el río y por el que debería pasar el tren después de haber recorrido un par de kilómetros tras su salida de aquella decimonónica estación. El puente, construido dos años después de la Guerra , arrastró con él, en su precipitada caída, a un grupo de socorristas voluntarios que en ese momento se disponían a rescatar a unos lugareños que habían quedado atrapados, a causa de la fuerte tormenta, en un viejo molino levantado en la orilla de la corriente.
Los daños de la tragedia parecían acumularse sin más lógica que la propia de la simple sucesión temporal. Los habitantes del molino, viejos y autóctonos vecinos de la zona, no habían querido marcharse, unos días antes, para pasar con sus hijos, inmigrantes en otras tierras del país, las cortas semanas de Navidad y Año Nuevo. Los jóvenes socorristas eran tres estudiantes de los muchos que cada invierno deciden pasar las vacaciones lejos de sus habituales lugares de residencia: su placer radicaba en todo lo que rodea a la aventura de subir y bajar montañas. Alejandro y Aurora, por su parte, afincados desde el verano en aquel pueblo, habían recibido un comunicado de una de las más importantes inmobiliarias de la ciudad.
- ¿No habría forma de avisar al servicio aéreo para que nos trasladase hasta la capital? -preguntó Alejandro al encargado, a cuyo despacho se había dirigido con diligencia-.
El mandatario, que era vecino de la pareja, con la que compartía los lindes de su jardín, le miró con cierto resabio y respondió:
- Si por algún milagro presupuestario existiese el servicio aéreo en esta región, ten por seguro que nadie estaría dispuesto a ordenar su utilización a favor de un par de románticos investigadores, al menos mientras los del río permanezcan allá abajo sin auxilio alguno.
- Bueno –dijo Aurora, tratando de mediar-, mi marido no ha querido decir cuál ha de ser el orden de prioridades que deba seguirse en las actuaciones que se lleven a cabo. Sólo queremos saber, como es lógico, de qué modo podemos salir de esta situación.
- Lo que tienen que hacer ustedes –contestó el encargado, abandonando el tuteo mientras iba encendiéndose su rostro- es armarse de paciencia y no venirme con alternativas ni otras pijadas. Lo mejor que yo puedo hacer, por el momento, es olvidarme de lo que ustedes tengan o no intención de decir, así como no echar ni puta cuenta a lo que estimen que es lógico o ilógico. En una situación como esta, lo menos importante son los matices de significado y los problemas de coherencia racional. -Mirándolos a los dos, se levantó de la silla, la desplazó bruscamente hacia atrás con la parte posterior de sus piernas y, elevando la voz, terminó diciendo: ¡Coño, estamos sin línea férrea y los accesos por carretera inundados y cortados, joder! ¡Así que salgan ya y no me entretengan más!
Alejandro, dirigiéndose a su mujer, a la vez que la tomaba suavemente por el brazo para girarse y salir de aquel despacho, quiso resolver el asunto con estas palabras: Volvamos a cargar con el equipaje y regresemos a casa. Allí pensaremos con más tranquilidad la forma adecuada de solucionar este problema.
Aurora, al tiempo que asentía con su cabeza, le advirtió: A la vista del rumbo que parece tomar todo esto, antes deberíamos realizar un par de llamadas por teléfono. Espero que la tormenta no haya acabado afectando también al total de la red telefónica.
Sin más conversación, salieron de aquel reducido bufete en donde una pequeña estufa de leña mantenía calentito el ambiente. Habían entrado lo mismo que estaban saliendo: sin saludo alguno. La buena suerte, que hasta antes del accidente acompañaba a la pareja, ahora parecía seguir abandonándolos. Las obras de reconstrucción de la vía férrea tardarían, como poco, una semana en comenzar. Para cuándo estuviesen terminadas es algo que nadie se atrevía a pronosticar. Lo único seguro era que durante ese tiempo indeterminado deberían permanecer en el pueblo. Esa era la diferencia entre simplemente llegar tarde y llegar a la hora justa en medio de un contratiempo.
Por lo demás, el jefe de la estación no olvidaba las anteriores disputas surgidas con Alejandro. Éste plantó unos cipreses a todo lo largo de la mediana que separa las parcelas, lo cual le había molestado sobremanera. En realidad, lo que el mandatario no lograba quitarse de su cabeza era la postura que tenía su mujer cuando la sorprendió en unas de las habitaciones que dan al jardín de Alejandro y Aurora. Su esposa miraba, tras unas trasparentes y blancas cortinas, por una ventana desde la que se podía ver a Alejandro bañándose en la piscina de su vivienda. Ella, con una mano se apoyaba en el travesaño de la ventana y con la otra se masturbaba mientras dirigía su ávida y penetrante mirada a la entrepierna de su, para colmo, escuálido vecino. Alejandro no se percató de lo que sucedía en la planta alta de la casa del jefe de ferrocarril, pero el dueño de la misma sí pudo ver con ojos de asombro y de ira cómo el esmirriado cuerpo de un recién llegado le robaba un deseo que él creía ser el único en despertar. Las negaciones de la mujer, acerca de lo que realmente sucedió, y las explicaciones, que trataban de hacerle ver que estaba en una confusión propia de celos, habían servido para mantener unido a aquel matrimonio, pero no para despejar de negros nubarrones la bien poblada cabeza de aquel inoportuno hombre que en un instante inoportuno decidió visitar, por sorpresa, a su apasionada compañera.
Alejandro Colomer y Aurora Calvente eran dos jóvenes profesores de la Universidad Central. Aunque hacía ya dos años que habían conseguido el título de doctor, ninguno de ellos había tenido la oportunidad de alcanzar la titularidad de alguna de las plazas de la Facultad de Ciencias Sociales. Y al parecer, no existían muchas posibilidades de que ello fuese a ocurrir. Se conocieron cinco años antes en un congreso de teoría política, recién terminados sus estudios de licenciatura. Para finales del siguiente curso académico ya habían contraído matrimonio. “Con las dos becas de postgrado –dijo Alejandro- podremos sobrevivir”. “Con las dos tesis doctorales –contestó Aurora- no tendremos tiempo para gastar”. Pero ahora, dada la precaria e incierta situación laboral, decidieron emprender la aventura de abrir un centro privado de estudios sociales. Era el momento más apropiado, según pensaban, para embarcarse en esa empresa invirtiendo los bienes y recursos económicos de los que disponían. Entre estos se contaba una finca situada en las montañas del norte. Se trataba de una extensión de tierra y una casa que en su día fueron heredadas por Aurora. La bonanza por la que atravesaba la economía del país, además del imparable crecimiento del turismo en la zona, habían hecho subir el interés de ciertas compañías hoteleras por la compra de terrenos que estuviesen ubicados en esos parajes montañosos. Una de las ofertas que les fueron hechas satisfizo las pretensiones del matrimonio Colomer-Calvente. Había llegado, pues, la hora de convertir en dinero contante y sonante toda aquella propiedad rústica, máxime cuando el gobierno municipal había sacado adelante el nuevo plan urbanístico gracias el cual un buen número de fincas habían sido declaradas urbanizables. De ese modo la pareja de profesores podría financiar la compra de un solar en la ciudad y la posterior construcción del proyectado centro de estudios. Esta era la causa por la que Alejandro y Aurora se encontraban de “excursión” por las montañas en las que nace el río Cárdenas. Habían aprovechado el tiempo de un periodo sabático para realizar la última visita a una propiedad que en breve dejaría de serlo, de igual forma que las pulsiones de la mujer del ferroviario cambiaron de dueño siguiendo las reglas de una falocrática y sostenible economía sexual. “Mañana, 14 de abril, a las 9:30 a. m. , en las oficinas de nuestra sede central, firmamos acuerdo de compra-venta. En caso de ausencia de una de las partes, se darán por finiquitadas, de manera definitiva, las negociaciones. Atentamente: Gerencia de Inmobiliaria Fortuna S. A.” – así rezaba el comunicado dirigido a los dos profesores.