El prestigioso dramaturgo Juan Mayorga, en toda su creación artística, ha entrelazado discursivamente la condición de filósofo con la de autor de teatro, refigurando de manera singular una simbiosis entre la palabra y la experiencia. Por tanto, no resulta inconsecuente esa afirmación suya de que «el escenario hay que reservarlo para preguntas que no tienen respuesta».
En el mes de abril, la excelencia de la escritura de Mayorga tuvo un nuevo y merecido reconocimiento institucional: su elección como miembro de la Real Academia Española de la Lengua. Recientemente, a finales del pasado mes de noviembre, en el teatro Valle-Inclán (Centro Dramático Nacional) de Madrid se estrenó la representación de su última obra, titulada «EL MAGO». También será representada en el teatro Lope de Vega de Sevilla durante los días 22, 23 y 24 del próximo mes de enero.
Tengo previsto asistir a la función del jueves 24. Aunque he de decir que ya he leído el texto de «EL MAGO» publicado por la editorial «La uÑa RoTa» en un libro que incluye un ensayo de Pepe Viyuela sobre esta obra de Mayorga. Ya sé que el teatro es para verlo/escucharlo delante del escenario. Claro que cuando uno lo lee, en cierto modo, también lo ve y lo escucha con los ojos y los oídos del lector, el cual en ese caso se convierte en un peculiar espectador de la escena, de la voz y del carácter de los personajes, de los vínculos y los lazos que les unen (o separan), etc. O sea, que ya he sido el sui géneris espectador que ve y escucha con los ojos y los oídos del silencioso y atento lector.
¿Y qué es aquello que he leído? Lo que he leído no lo diré, pero sí mencionaré algunas cuestiones que mi mente ha filtrado tras la visión y audición interna del texto leído. De la verdad y la mentira que nos liberan del cansancio de la realidad, que nos ponen a cubierto de las miradas que acostumbran a dirigirnos los demás. La verdad que es mentira y la mentira que es verdad, y hasta de la impenetrable verdad. De la doble (o triple o cuádrupe …) estancia en el espacio y el tiempo, sobre todo, del tiempo del «ahora» en que transcurre o se interrumpe nuestra existencia. De lo auténticos e inauténticos que somos. De las sugestiones que nos ofrecen el mundo y los demás. De los problemas que nos suceden sin que seamos sujetos activos de los mismos. De la extrañeza de los otros, de lo extraño de nosotros para ellos e, incluso, de nosotros para nos mismos. De la hipnosis que puede ser el mismo teatro o del teatro que sería esa hipnosis (autohipnosis) que hace de uno lo que es y lo que no es uno. Del engaño y del autoengaño. De la comunicación que nos desvincula de la realidad y a unos de otros. De la presencia y de la ausencia, de la ambigüedad o la ambivalencia de la identidad. Del socorro que no pedimos, pero se nos impone; del socorro que se nos pide y que no atendemos. De la inevitable ficción que somos y que es la existencia propia y ajena. De la huida, hacia dentro y hacia fuera, hacia antes y después en/del tiempo … Del canto melodramático a que puede inducirnos la magia de un mago por torpe que este sea. Y de los matices del teatro que nos despiertan de nuestras absolutas certezas. De ti y de mí, de nosotros, esos pobres magos hipnotizados por un mago. De la mala magia, de la menos mala y hasta de un buen mago.
Todo esto, y otras creencias, ideas y emociones que en mi mente y en mi ánimo han ido quedando tras mi lectura del texto, será corregido y enriquecido cuando dentro de unas semanas asista en vivo, y con gozo estético, al espectáculo teatral de los actores en el escenario. Sin embargo, he de decir que me ha quedado un poso de temor que a la vez resulta una extraña esperanza: que cuando esté sentado en mi butaca de la fila 9 no sepa si en verdad o en mentira me encuentro allí o aún sigo aquí en esta habitación de mi casa leyendo, viendo y escuchando «EL MAGO» de Mayorga, y también leyendo cruzada la conversación que mantuvo el Zaratustra de Nietzsche con el mago. Tengo miedo del miedo a cerrar o abrir los ojos. Siento miedo del miedo a abrir o cerrar los párpados, del miedo a subir o bajar el telón. Tengo sí, otra vez, el miedo de cuando niño, y con él tengo sus esperanzas. Es lo que tiene y lo que me da el buen teatro. Gracias.
(tvb)
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G. Agamben. «Magia y felicidad», en Profanaciones.
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Textos de Juan Mayorga sobre su concepción del teatro:
1. De entrevista y conversación de Juan Mayorga con J.A. Zamora, Reyes Mate y J. Maiso (en Revista Constelaciones, nº 7, diciembre 2015)
«Creo que la pequeña misión del arte en general, muy en particular del teatro, consiste en hacer que el espectador se fije más. El teatro debería ayudarte a que te fijes, por ejemplo, en la fealdad o en la belleza de un momento. Debe hacer que, de pronto, sientas emoción ante un momento que te pasaba desapercibido o que descubras que en un gesto mil veces visto hay amistad o enemistad, lealtad o traición, cobardía o heroísmo. Cuántas veces, sin darnos cuenta, estamos rodeados de vida empequeñecida o nosotros mismos la empequeñecemos, y somos de algún modo torturadores o reductores del otro. Y este sentido es verdad que el teatro tiene también, si quieres, una función resignificadora. Puede ocurrir que un espectador de algún modo comprenda algo que no había comprendido en su momento, que se convierta en crítico en su propia vida o comprenda a los otros y a sí mismo como no lo había hecho antes. [...]
Pero al mismo tiempo, cuando pisamos ese espacio, hemos de apartarnos de la actitud satisfecha de quien piensa que la verdad no se le escapará. Se nos escapa permanentemente. [...]
Digamos que tanto la filosofía como el teatro están siempre negociando con sus límites y en ambos hay una pretensión de verdad que los constituye. Una pretensión de verdad y, por lo tanto, también, una posibilidad de fracaso. Yo creo que, precisamente, que lo peor que podrían ofrecer el teatro y el arte en general es hacer creer al espectador que está recibiendo algo que en realidad no puede ser dado, …, hacer al espectador esa oferta mendaz, para simular que le está dando algo que no se le puede dar. [...]»
2. Conversación de Juan Mayorga con Fernando Aramburu (en El Cultural, 22.09.2017):
«El teatro es, sí, arte del conflicto. Pero conviene recordar que el conflicto más importante en un teatro no se da en el escenario, sino entre el escenario y el patio de butacas, entre el actor y el espectador. El mejor teatro se enfrenta al patio de butacas y a cada espectador. Lo cual define el modo en que el creador teatral está llamado a intervenir en la conversación pública: de un modo asimismo conflictivo, cuestionando los lugares comunes, los sentidos comunes, los discursos comunes. Y, antes que proclamando la libertad, ejerciéndola, peleando para que nadie elija por él los asuntos que trata ni el modo en que los trata. Pero también preguntándose hasta qué punto es independiente en sus decisiones. Porque, sin saberlo, puede estar obedeciendo. En particular, un escritor puede, sin saberlo, estar escribiendo al dictado. Yo no me atrevería a hacer una afirmación como la que acabo de escucharte: “El pensamiento libre es un lujo que aún puedo permitirme”. Por el contrario, cada día me pregunto: “¿Quién escribe mis palabras?”. Esto es: ¿hasta qué punto en mis textos, en mi vida cotidiana, en esta conversación, estoy hablando o estoy siendo hablado? ¿Hasta qué punto elijo mis palabras o pronuncio palabras que otros han elegido para mí? Esa pregunta, “¿Quién escribe mis palabras?”, constituye un eje de mi pensar y de mi hacer teatro. Estoy en permanente conflicto con ellos, con mi pensar y con mi teatro, y recelo de ambos -¿no estarán también ellos atravesados de lugares comunes, de sentidos comunes, de discursos comunes?-. Y, desde luego, recelo de las palabras que me rodean, mapas que quieren indicarme por qué lugares debo circular y qué otros no debo pisar. Un tema fundamental de mis ficciones es precisamente la sospecha de que estamos rodeados de ficciones interesadas. Construidas no sólo, pero sí en buena medida, con palabras. Creo que la cuestión del lenguaje -la cuestión de cómo lo usamos y cómo somos usados por él- es la cuestión política por excelencia. [...]
Sobre el tema de la ilusión de la libertad lo fundamental ya fue dicho, precisamente sobre un escenario, por Calderón y Pasolini. En nuestros días, ese tema me parece ineludible. No hace falta ser partidario de ninguna teoría de la conspiración para pensar que estamos expuestos a fuerzas en absoluto neutrales que moldean nuestra sensibilidad, nuestra imaginación y nuestra memoria, y también nuestra mirada sobre los otros y sobre nosotros mismos. Mientras tú y yo conversamos, Disney Channel está instruyendo a millones de niños en todo el planeta, suministrándoles, además de valores, catálogos de personajes a los que luego muchos de ellos, creyéndose libres, imitarán. Los imitarán en el modo de hablar, de moverse, de relacionarse los unos con los otros, incluso en el modo de sentir el primer amor. También los adultos estamos rodeados de relatos invasivos, de algoritmos que orientan nuestro llamado “tiempo libre”, de propaganda. Y de instituciones y grupos que, a cambio de protección, nos reclaman, de forma más o menos cariñosa, docilidad. Todo ello me lleva al tema barroco del “Theatrum mundi”, que es finalmente el tema de la libertad: ¿soy el autor del personaje que represento en el escenario del mundo o me ha sido impuesto? Creo que cualquier persona ha de hacerse de vez en cuando esa pregunta, y un artista, cuya misión es mirar y extender la visibilidad, ha de hacérsela todos los días. Yo desconfío de cuanto digo, empezando por lo que digo cuando empleo la palabra “Yo”. Y, por tanto, de cuanto escribo, lo que no reduce -al contrario, lo aumenta, porque me plantea exigencias- el placer que siento al escribir. Escribir me hace feliz, y también me ayuda a vivir cuando no escribo, porque me predispone a prestar atención a cosas importantes de la vida de otras personas -gestos, palabras...- en las que quizá no repararía. Y, desde luego, me siento dichoso cuando unos actores se reúnen en torno a un texto mío y luego abren su reunión a la ciudad. Desde que elijo escribir para el teatro, expreso mi deseo de estar en compañía. En compañía de personas que quizá nunca conoceré: los actores, los que están detrás de los actores y, desde luego, los espectadores. Escribo con el deseo de, junto a todos ellos, construir una experiencia habitada de acción, emoción, poesía y pensamiento. Cabe que, si llego a ver el espectáculo, no reconozca aquello que quise entregar en mi obra. También cabe que, al ver el espectáculo, comprenda la obra de un modo en que nunca la había entendido. Lo uno y lo otro son parte de mi vida en el teatro. […]».