A propósito de una reciente sentencia del Tribunal Supremo -anoto enlace al final- en un caso de violencia mutua entre una mujer y un varón, he leído críticas al veredicto que me parecen más que pertinentes. Y así lo entiendo porque, primero, esas críticas están en contra de la violencia machista y porque, además, consideran que para defender y hacer efectiva la igualdad no se deben poner en riesgo innecesario aquellos principios de justicia democrática basados, precisamente, en la idea de igualdad. Críticas, por otra parte, que no desprecian la validez de aplicar medidas de discriminación positiva, pero siempre y cuando cumplan condiciones de juridicidad que son irrenunciables en una cultura democrática. También he leído bastantes respuestas que se han dirigido a esas críticas, es decir, numerosos rechazos que desde ciertas posiciones feministas se han dirigido a quienes han argumentado contra la sentencia en el sentido que he señalado.
En esas determinadas críticas creo que predomina una voluntad extrema de matización y de análisis integrador. En las respuestas de rechazo a las que me refiero más bien abunda el brochazo gordo y un denominador común: el uso del argumento «ad demonium». Esto consiste, dicho resumidamente, en razonar del siguiente modo: «Las cuestiones que tú planteas también las he oído en boca del demonio. Y si este lo dice, aunque fuesen razonables las dudas que expresas, no te concedo crédito racional alguno: lo que estás diciendo es de total sinrazón, además de ser una absoluta mentira, por demoníaco». Y para hacer más enfáticos los rechazos a las críticas de la sentencia, quienes así razonan, despliegan una serie de consideraciones culturales, sociológicas e históricas, a las que dan naturaleza de dogmas (verdades incontestables), arropándolas con unos conceptos transformados en clichés, sin precisar su significado ni su alcance teórico. Entre estos no es el de menor frecuencia el término «estructural», que lo mismo les sirve para enjuagar su discurso como para estigmatizar el de quienes no están dispuestos a aceptar todo lo que va dentro del «pack» o lote ideológico en que algunas corrientes quieren convertir el «feminismo».
Y, ciertamente, así lo pienso, tales consideraciones comparten con esa sentencia del Tribunal Supremo una microvisión del mundo y del conocimiento -holista para mayor paradoja- que, por momentos, me ha parecido un secular renacimiento de algunos mitos de la gnosis (teodicea dualista, epistemología selectiva, mácula original, escatología salvífica, etc.). Intelectualmente, me resulta muy curiosa esa veta de gnosticismo que hay incrustada en algunas corrientes feministas; pero como ciudadano, la curiosidad se transforma en preocupación por los efectos que puede tener para la redefinición democrática de lo político que tanto necesitamos. Y me preocupa porque no todas las teorías (y praxis) que pasan por ser feministas superarían las pruebas del feminismo democrático, ni mucho menos las de un tipo de feminismo con sólidos fundamentos teóricos y progresistas. ¿Cómo lo noto en principio? En que a las mujeres (no digamos ya a los varones) que tienen ideas feministas, pero no comparten su fardo de gnosis, las desprecian como criptomachistas, o sea, como una traición a la mujer.
(tvb)