Vivimos en unos tiempos en los que tanto la crítica como la cultura se dan por tan legitimadas que estaría muy mal visto introducir matices con la pretensión de llevar la crítica más allá de ella misma. Tanto es así que la crítica no tiene nada de crítica y la cultura nada más que cultura. La cuestión es que, con la coartada de la diversidad, tanto se “se ha hecho todo uno” -como decía Adorno- que la cultura termina por imponer, por medio de la propaganda institucional, un mundo ante el cual sólo cabe ese silencio que en el mejor de los casos adopta la forma de la crítica, pero que en realidad se reduce a ser una obediente desobediencia. Opinión semejante es la que expresaba Levinas cuando consideró que la problemática del pensamiento occidental reside en haberse desarrollado en forma de una totalidad que impone un “mundo como espectáculo” cuyo correlato es un silencio que no consiste en la ausencia de la palabra, sino en lo que él llama “una palabra que se burla de la palabra; un reír que busca destruir el lenguaje”. Pues bien, contra esta cultura egocéntrica y egolátrica de la totalidad, de la retórica, de la violencia de la sin-violencia, del ser en tanto que no deja ni ser ni hacer, cabe un cuestionamiento, una recusación responsable, una inversión de la crítica que haga valer una cultura que renazca desde la profunda vergüenza “ante la desesperación trágica que ella comporta y los crímenes que justifica”, y que se atreva a “medir sin temor el peso del ser y su universalidad, para así salir del ser, por una nueva vía corriendo el riesgo de invertir algunas nociones que al sentido común y a la sabiduría de las naciones les parecen las más evidentes”.
En consonancia con este enfoque puede comprenderse que la cultura haya introducido de modo egológico, en ella misma, la violencia que consiste “en interrumpir la continuidad de las personas” y en ocultar esta ruptura, o desconexión, bajo una representación en la que a los mismos sujetos se les ha ubicado en un escenario donde hablar consiste en instaurar el reino de un silencio solipsista e impersonal. En estas condiciones, la cultura impide el encuentro ya que se basa en un subjetivismo que niega al otro, bien desde la ceguera bien desde la hostilidad. Frente a esta dinámica cultural la crítica heterológica tiene la intención de colocar la hospitalidad en el centro de la cultura. En efecto, esta forma de crítica –fundada en la injusticia que sufren las víctimas- opera con una doble oposición: hospes vs. hostis; alter vs. gens. La cultura, por tanto, no debería permanecer en un repliegue egológico, sino partir de la conciencia de su propia injusticia, es decir, de la propia crítica que le RECUERDA la exigencia de moralidad. Es así como la conciencia moral, según la perspectiva heterológica, no es una modalidad más de la cultura, sino su condición. Esa conciencia moral cuestiona y problematiza una cultura que en el endiosamiento de la libertad del “yo”, de sí misma, impide la relevancia y la dignidad que le corresponde a la alteridad excluida, a las víctimas. Esa misma conciencia crítica ha de mostrar la desnudez y provocar la vergüenza de una cultura que no tiene como fundamento la “relación”, sino la “reducción”, la “supresión” y la “posesión” del otro. Por esto mismo la cultura centrada en sí misma se afana en definir la libertad como un “mantenerse contra” el otro y se empecina en desarrollarse como una “cultura de la potencia”: en la política se resuelve como tiranía totalitaria, en la ciencia como una verdad y una universalidad impersonales y en la sociedad como inhumanidad contra la que no hay tiempo que valga ni del que se pueda disponer.
La crítica, por todo esto, debería expresar un legítimo cuestionamiento de la concepción egológica de la libertad y de la igualdad. Según Levinas, “reconocer al otro es reconocer un hambre”. Esto es, las carencias radicales del otro avergüenzan al yo que vive plenamente autosatisfecho. Claro, que cuando la cultura sólo reconoce en el otro a aquel que ha dejado “hachas y pinturas, pero no palabras”, entonces estamos ante una cultura que no sabe apreciar la autoridad pedagógica del otro que sufre injustamente. Y no sabe hacerlo porque su saber no admite otra modalidad que la tematización de sí misma.