El pasado ya no es socialmente fundador o estructurante, sino que es rehabilitado, reciclado, puesto al gusto del día, explotado con fines de mercadeo. La tradición ya no demanda la repetición, la fidelidad y la revivificación de lo que se ha hecho siempre: la tradición se ha convertido en producto de consumo nostálgico o folclórico, en un giño al pasado, objeto de moda. Ella regulaba institucionalmente la totalidad de lo colectivo, pero su valor ya no es más que estético, emocional y lúdico. Lo antiguo puede provocar furor, pero ya no tiene el poder de organizar colectivamente los comportamientos. El pasado nos seduce, mientras que el presente y sus normas gobiernan. Cuanto más se evoca y se pone en escena la memoria histórica, menos ésta estructura los elementos de la vida ordinaria. De ahí ese rasgo característico de la sociedad hipermoderna: celebramos lo que ya no deseamos tomar como ejemplo.
(Gilles Lipovetsky, Les temps hypermodernes)
[Ya decía Benjamin, y con mucha razón histórico-práctica, que para hacer prender en el pasado la chispa de la esperanza hay que estar acabadamente convencido de que si el enemigo vence, entonces ni los muertos gozarán de seguridad, máxime cuando el enemigo no ha parado de vencer. Pero, según lo leído, preguntémonos: ¿Quién es el enemigo? ¿De qué o de quién lo es?]