jueves, 1 de noviembre de 2012

Recordar a los difuntos (Kierkegaard)

<<Las cosas suelen presentarse de la forma siguiente: en todo otro amor humano se incluye, por lo general, algo que coarta, aunque no sea más que el verse todos los días y la costumbre; por eso es tan difícil poder precisar hasta qué punto el amor se aferra libremente a su objeto, o en qué medida no es el objeto el que decididamente se impone. En cambio, en la relación con un muerto no puede hacerse más evidente el ejercicio de la libertad amorosa. Aquí no hay nada, absolutamente nada, que se te imponga. Al revés, el recuerdo amoroso del muerto tiene que defenderse contra la realidad circundante, no sea que ésta, acumulando siempre nuevas impresiones, termine por borrar el recuerdo ; el cual también tiene que defenderse contra los embates del tiempo. En una palabra, la memoria amorosa tendrá que defender su libertad en recordar contra todo aquello que pretenda forzarle a uno a olvidar. (...).

¿Qué diremos de tener que guardar en el transcurso de los años la memoria de un muerto? Porque, desgraciadamente, el muerto no hace nada por ayudarte; más bien si hace algo, o al no hacer nada, lo único que hace con todos los medios a su alcance es darte a entender que le importa un comino tu conducta para con él. Y como si esto fuera poco, las diversas exigencias de la vida le reclaman a uno, y los otros vivos le hacen señas, diciéndole : "Vente con nosotros, que estamos dispuestos a amarte de veras." Por el contrario, el muerto no puede hacer señas, incluso aunque lo deseara; no, no puede hacer señas, no puede hacer absolutamente nada para mantenernos vinculados a él, ni siquiera es capaz de mover un dedo..., lo único que hace es yacer y corromperse en la fosa. Por tanto, ¡qué fácil para las potencias de la vida y del instante el desembarazarse de semejante impotente! 

¡Ah, nadie hay que esté tan desamparado como un muerto! ¡Y en tanto desamparo es imposible que se ejerza la más mínima violencia sobre nadie! Y por esta razón no existe ningún amor más libre que el que representa la obra amorosa de guardar memoria de un difunto; ya que este recuerdo fiel es algo muy distinto de ese no poder olvidar al muerto en los primeros días. La obra de amor que consiste en guardar memoria de un muerto es un acto del amor "más fiel" de todos. (...) En la relación con un difunto, éste no es ningún objeto real. Si en este caso el amor permanece, entonces es evidente que se trata del amor más fiel de todos. (...), aquí estamos hablando de la relación con un difunto, y aquí sí que es claro que no se puede poner en tela de juicio la invariabilidad del muerto. Por tanto, si ha sucedido algún cambio en esta relación, entonces tengo que ser yo el que he cambiado. Por esta razón, si deseas comprobar la fidelidad de tu amor, considera atentamente y de vez en cuando, cómo te relaciones con los difuntos. (...).

Ahora bien, supongamos la verdad de esta convicción y volvamos a preguntar ¿Hay de hecho muchos vivos que en relación con un difunto se mantengan completamente sin cambiar? ¡Ay!, quizá no haya ninguna relación en que los cambios sean tan notables y tan grandes como los que se dan en la relación de un vivo con un muerto; pues es indudable que no es el muerto el que ha cambiado. Cuando dos seres vivos se unen amorosamente, el uno mantiene al otro unido y la unión misma los sostiene a ambos. Mas con el muerto es imposible toda unión. En los primeros días después de su muerte quizá pueda afirmarse todavía que el muerto le sostiene a uno -es como una consecuencia de la unión habida durante la vida- y por eso suele ser lo más frecuente, lo general, que todavía se le recuerde también mucho en esos primeros días. Pero con el transcurso de los días el muerto va dejando de sostener al vivo ; y, naturalmente, la relación cesa, a no ser que el vivo siga sosteniendo al muerto en su memoria. Y ¿qué es la fidelidad? ¿Es acaso fidelidad que otro le sostenga a uno? (...).

Pero si amas de veras a un muerto, entonces recuérdalo amorosamente, y no tendrás ningún motivo de temor. Así aprenderás del muerto, y cabalmente en cuanto muerto, la sagacidad del pensamiento, la exactitud de la expresión, la fortaleza de la invariabilidad y el auténtico orgullo de la vida. Y todo esto no podrías aprenderlo mejor de ningún otro ser humano, ni siquiera del más dotado de todos. El muerto no cambia, por eso es inútil buscar por esta parte ni la más remota posibilidad de disculpa, echándole toda la culpa al muerto. No, el muerto no puede ser más fiel.

Esta es la pura verdad; claro que el muerto no es ninguna realidad, y por esta razón no hace nada, absolutamente nada, por mantenerte aferrado a él; lo único que hace es no cambiarse. Por tanto, si en la relación de un vivo con un difunto intercede algún cambio, entonces no puede caber ninguna duda de que es el vivo el que se ha cambiado. Por el contrario, si no intercede ningún cambio, entonces es el vivo el que verdaderamente ha sido fiel, fiel recordando amorosamente al muerto - ¡ay! , mientras éste no podía hacer nada por mantenerte aferrado a él; ¡ay!, mientras éste lo hacía todo como para darse a entender que se había olvidado de ti por completo, y que contigo se había olvidado también de las palabras de aquella despedida.

Ya que el que realmente ha olvidado todo lo que se le ha dicho no es tan capaz como el muerto de expresar con mayor precisión que en efecto ha sido olvidado todo. De esta manera, el guardar amorosamente memoria de los difuntos es la obra del amor más desinteresada, libre y fiel de todas. Decídete, pues, a ponerlo en práctica; recuerda así a algún muerto, y cabalmente con ello aprenderás a amar a los vivos con un amor desinteresado, libre y fiel.

En la relación con un difunto tienes la pauta a que has de ajustarte. Quien use esta pauta podrá con facilidad salir airoso de las situaciones más embrolladas; y sentirá asco de todo ese cúmulo de disculpas al que de ordinario se echa mano en el mundo de la realidad, a saber que es la otra persona quien es la interesada, que ella ha tenido la culpa de que se la olvide, porque nunca se hacía recordar, y en fin, que ella solamente es la infiel.

Acuérdate del muerto, y así habrás logrado (aparte de la bendición que siempre viene emparejada con esta obra amorosa) el método más adecuado para comprender rectamente la vida; es decir, que nuestro deber es amar a los hombres que no vemos, pero también a aquellos que vemos. Si la muerte nos separa de los hombres que vemos, no por ello ha de cesar el amor que les debemos, ya que este deber es eterno; ahora bien, los deberes que, tenemos con los difuntos tampoco pueden separarnos de tal manera de los vivos que éstos va no sean para nosotros objeto de nuestro amor.>>

(Søren Kierkegaard. Las obras del amor)