jueves, 13 de julio de 2017

MIGUEL ÁNGEL BLANCO, persona y símbolo democrático.

Singularizar a una víctima inocente no es particularizarla en detrimento de las demás víctimas, sino universalizar la significación moral y democrática de todas las víctimas.

El 13 de julio de 1997, Miguel Ángel Blanco murió asesinado a la edad de 29 años por la banda terrorista ETA, con la complicidad y el apoyo de las fuerzas políticas que formaban parte de esa organización criminal. Las lágrimas del mayor de mis hijos, que contaba 14 años en aquellos días, me dieron una descomunal lección de compasión humana. Su mirada llena de dolor y sus gestos moviendo la cabeza en señal de repulsa, renovaron mi alma y la dejaron libre de oscuras zonas de reserva: sin ningún recodo para cobijar una insuficiente compasión abstracta; sin restos de explicaciones teóricas que lindan, a fuerza de perversos matices, con neutras y puntuales equidistancias; sin comentarios ni frases que, con el pretexto de ser bromas inocentes, no asumen en su radicalidad el sufrimiento injusto de las víctimas. Los suspiros desconsolados y la mirada llorosa del niño compasivo me hicieron sentir la mirada y la voz de aquel joven convertido en víctima por una organización terrorista de ideología totalitaria. Miguel Ángel Blanco, en su singularidad, simbolizó ya para siempre las virtudes políticas de la democracia: valentía y entrega por el bien común. Mi recuerdo es, una vez más, gratitud.

El secuestro y posterior asesinato de aquel joven concejal de Ermua provocó una inmensa movilización social y ciudadana, cargada de indignación y condena colectiva como nunca antes se habían producido contra los crímenes de ETA y el resto de su comparsa político-criminal. Surgió la reacción que se dio a conocer como el «Espíritu de Ermua». Este no duró lo que debió durar: muy pronto, entre muchos lo ahogaron y él solo se ahorcó. ETA continuó matando hasta marzo de 2010. Quienes de modo partidista lo desactivaron o lo intentaron manipular han de tener también su lugar en el espacio de una memoria crítica. Así que nuestra memoria sea digna por ser de justicia democrática: sin verdad, ni reconocimiento del daño injusto ni reparación posible no seremos libres; y sin libertad ni justicia, la “paz” maquillará el rostro de la impostura.


(tvb)